Poco a poco su zancada vigorosa fue deteriorándose hasta quedar reducida a una caricatura exánime. Su columna vertebral comenzó a quebrantarse debido al tremendo esfuerzo de la jornada. Vencido por el cansancio el peregrino bajo drásticamente el ritmo de su trote y se detuvo sobre un llano a tratar de respirar un poco. Después de tomar aire, apoyó las manos sobre sus rodillas y bajó la cabeza sudorosa hasta casi rozar el suelo. De nuevo un latigazo de dolor recorrió sus vértebras una a una.
Después de un tiempo indefinido, el peregrino levantó la frente y mirando resueltamente hacia adelante decidió hacer un esfuerzo final. No tenía nada que perder. En su interior una voz ancestral le decía continuara, que el final estaba cerca.
Respiro profundo y avanzó arrastrando los pies. Sus pasos moribundos lo condujeron al centro de una plaza. Ahí finalmente detuvo la marcha cayendo de rodillas sobre la arena y abandonando su cuerpo al vacío.
Dentro del tórax su corazón se debatía en una guerra fraticida entre sístoles y diástoles. El motor retumbaba a tal extremo que el caminante escuchaba con preocupación el potente reclamo de sus latidos. Angustiado llevó sus manos al pecho en un intento inocente por apaciguar la fragua incandescente que quemaba sus entrañas. Fue inútil, el redoble de tambores no cesó. Por un instante el peregrino temió lo peor.
Pero en ese segundo crucial, encontrándose tirado sobre la arena, escuchó la voz salvadora de su maestro. La palabra viva del mecenas atravesaba las regiones insondables del cosmos y lo animaba, le recordaba la técnica adecuada de respiración tántrica. Felicidades hijo, lo peor ya pasó, le susurró finalmente al oído.
Haciendo un gran esfuerzo el peregrino logró controlar el ritmo de su respiración hasta sentir que el oxigeno volvía a la sangre y que su corazón y pulmones se iban apaciguando de a poco, como una vieja locomotora que va deteniendo su marcha a medida se acerca a la estación final.
Repuesto del trauma el peregrino levanto la cabeza y observó hacia todos lados en busca de los fantasmas que lo perseguían. Regocijado comprobó que los había superado a todos. Los perseguidores no existían mas dentro y fuera de él. Respiró profundamente, cerró los ojos y elevando las manos al cielo lanzó un grito de júbilo.
Todo había terminado, en adelante su vida tomaba otro sendero, nuevos horizontes prometedores se desbordaban frente a él.
Aun no había abierto los ojos cuando percibió que su cuerpo era suspendido en el aire. Levitaba. Pensó que era el resultado del cansancio extremo de la jornada. Con el temor aun helando sus párpados y temiendo que la pesadilla regresara, abrió los ojos lentamente. Dichoso descubrió como la muchedumbre lo alzaba en hombros y circundaban a la plaza colmada de espectadores gritando su nombre. No había ninguna duda: era el feliz ganador de la maratón.