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Furtivos y perpetuos

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Furtivos y Perpetuos

Adriel Gómez

Con cada crepúsculo dos amantes visitaban la playa .Confundían sus miradas, al mismo tiempo cargadas de deseo y de angustia, justo cuando el sol se ocultaba a lo lejos, en el Mar. Estaban tan cercanos y tan distantes que creían vivir en un universo irreal como perpetuos prisioneros del deleite.

Caminaban con lentitud; él rodeando las caderas de ella con su brazo fornido, habituado a las herramientas de albañilería; ella, con el rostro erguido y los ojos fijos, perdidos en algún punto del horizonte, adivinando en la lejanía los recuerdos de su infancia, pasada entre comodidades; ambos, susurrando esperanzas en un diálogo entrecortado por largos lapsos de silencio. Arrastraban los pies por las arenas húmedas, y en cada tramo se detenían para entregarse un beso .

Luego se tendían. Se dejaban cubrir por el manto de las olas y antes de que la oscuridad fuese absoluta, regresaban a sus hogares, no muy lejos de allí. Tanto tiempo transcurrido en aquellas citas les hacía sospechar lo poco secreto de las mismas Y en efecto. También con cada puesta de sol, una mirada experta en el arte de matar los seguía entre las dunas de la playa. Dos oídos espías la acompañaban, negándose a escuchar el murmullo marino de la orilla para retener de los labios lejanos palabras imaginadas por el celo y por el rencor.

A los amantes no les importaba dejarse ver. Esperaban anhelantes el próximo encuentro, perdían en los periódicos contactos su relación con el mundo banal e inveterado, poco dado a ensoñaciones y espiritualidades, idóneo para incentivar rencores de fulanos lastimados en su hombría. Y la mirada acechante los veía amándose aún en medio de las penumbras, enloquecida por una irritación que la hacía jurar venganza. Tenía que pulir su oficio para acabar con la afrenta.

Llegó el último de los crepúsculos.

Los amantes debían separarse por motivos de trabajo y de compromisos anteriores. Habían sido infieles a todo menos al verano que presintieron lleno de emociones. Lamentaron no haberse conocido mucho tiempo antes, prometieron mantenerse juntos a pesar de las distancias, se juraron un recuerdo eterno y resumieron sus decires en lágrimas de angustia.

Centenares de enamorados y de amantes recorrieron la playa junto con ellos aquella puesta de sol. Bebían, comían, reían, cantaban, bromeaban…

Pronto oscureció.

Al estallar los fuegos de artificio, todos los rostros se dirigieron, sorprendidos y satisfechos, hacia ese festival de colores desparramado espontáneamente sobre la negra superficie de una de las últimas noches del estío. Dos detonaciones de pólvora, separadas por breves intervalos, aprovecharon el ruido de las detonaciones festivas; dos proyectiles, guiados por el ojo censor de gozos, atravesaron los corazones de los dos amantes.

Cayeron a la orilla del Mar, besándose, recibiendo en pleno rostro la intermitencia de luces.

Murieron abrazados y sonrientes. Al retirar sus cadáveres, sus siluetas quedaron grabadas en la arena. Las mareas no las borran todavía. El Mar mismo, considerando que no ha dejado de besar la tierra durante milenios, ha reconocido en esos cuerpos confundidos la verdad de su propia historia…

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