El trueno espanta el silencio del mundo. El rayo hiere la piel del cielo. De la luminosa herida fluyen gotas de agua, que al rato se transforma en un diluvio. La lluvia cae furiosamente sobre los tejados de las chozas. Los aldeanos se refugian en sus hamacas y alzan temerosos los ojos hacia el cielo iluminado de relámpagos. El trueno estalla y despierta la fobia secreta de los hombres. Los rayos, ebrios de sangre, descargan su ira contra el gigante verde de Yandup, que cae derribado sobre la arena abrasada por el fuego celestial. Inundados de relámpagos, los aldeanos nunca entendieron la inquietud de las aguas y de los rayos.
La lluvia ha cesado. El viento nocturno acaricia los verdes rizos del gigante caído. De su herida sale un olor agridulce y a azufre. Sorprendidos por las ráfagas de luz, los moradores de Yandup, abren sus ojos en nuestro cielo. Giran sus llaves de plata y salen de sus sepulcros. Mientras la luna plomiza ilumina el letrero del cementerio. Los resucitados caminan en silencio sobre las aguas… rumbo a Pontinak. Y yo abro mis ojos casi sin luz para enfrentarme con la ausencia de Diali.