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Un oscuro silencio

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Un oscuro silencio

J. R. M Ávila

 

La mano se aproxima, encaja la aguja en los párpados del animal y se aleja. Cose sin titubeos, sin miramientos, implacable. Afianza las costuras tensando el hilo hasta donde su límite lo permite. Va y viene. Encaja, estira y afianza. Una, tres, siete, más veces, la aguja perfora, abre camino para el hilo quemante al roce. Las manos terminan su labor. Anudan y dan por clausurado un ojo.

Al sapo apenas le quedan fuerzas para abrir el otro ojo. En vano intenta enfocar. A estas alturas es plano cuanto ve. La tercera dimensión se le ha diluido tras la costura. Tiembla piel adentro, desbordando miedo.

La mujer prosigue su trabajo. Toma impune los párpados del ojo hasta ahora abierto y los empalma para facilitar la labor. Esta vez el trabajo resulta más eficiente y rápido. Es casi automático el ir y venir, el encajar y afianzar. Pudiera instalar un taller con su anuncio: Se cosen párpados de sapo. Trabajo garantizado. Sonríe mientras lo piensa, con una sonrisa que acentúa su fealdad.

El sapo mueve sus enclaustrados ojos. No se explica el dolor que le encaja la aguja. No entiende la oscuridad que el hilo le edifica. Sólo siente una mano aprisionándolo y algo deslizándose quemante entre sus párpados. Si pudiera, vería con asombro el cambio en el rostro de la mujer. Semeja al de alguien que acaba de asegurar las hechuras de su destino. No es el mismo rostro asquiento con que se enfrentó cuando fue atrapado.

Pero el animal ya no ve. La luz se ha quedado fuera de él. Croa lastimero. La mujer se conduele y le limpia los párpados con un trapo sucio. Los ojos encerrados desesperan por atisbar hacia el exterior. En vano. Si en este momento se acusara de fealdad a la mujer, el sapo ya no sería testigo de cargo. Su testimonio quedaría invalidado por ceguera.

La mujer se descuida. El sapo da un salto verde sucio, escapa de las manos para estrellarse pesadamente en el piso. Consigue evadirse y moverse libre por un instante. Una pared le cierra el paso. Terco, repite el intento de escapar y la terca pared insiste en oponérsele. La mujer se acerca sigilosa. El sapo no se inmuta. Sigue arrinconado, impasible, encerrado en su mundo de sombra interior. Parece sumido en preocupaciones más graves que una simple mujer acercándose para tomarlo.

Las manos vuelven a apoderarse del animal y reviven la sensación de asco profundo, de gelatina palpitante bajo la verrugosa piel. La mujer se estremece como cuando lo atrapó cerca del estanque. De nuevo ese relámpago de asco la recorre desde las palmas de las manos hasta su parte más recóndita. Pero retoma el control de la situación. El sapo ya se ha dado por vencido y se deja conducir.

Las manos lo llevan hasta el interior de la olla, negra por completo. No le asoma siquiera un poro de barro. Está repleta de oscuridad. Hundido en esa oscuridad y la que ya lleva por dentro, el animal se queda quieto. La mujer coloca junto a él un retrato y termina la obra embrocando una tapa igual de negra sobre la olla.

Después, silencio. Un oscuro silencio. Un silencio denso que se mete en los oídos y parece taponarlos. Un silencio ensordecedor. O tal vez no sólo sea silencio sino esta sombra la que aprisiona, la que asfixia todo sonido dentro de la olla y amortigua los ruidos que llegan del mundo ajeno a ella. Recipientes de sombra, la olla y el sapo. Mudos y sordos. Silenciosos y oscuros. Tiempo interior estacionado. Tiempo que parece transcurrir sólo para el exterior, no para el mundo de tinieblas del sapo y el retrato.

Poco a poco la casa se va poblando de voces que llegan lejanas hasta la oscuridad aprisionada. Una voz de mujer, dominante; una de hombre, sumisa. Una advertencia de la mujer acerca de la olla negra. Un silencio de hombre sometido. El sapo croa pero su croar se atora en los límites de su encierro, para quedar como impronunciado. Hasta que el animal se conforma con la intención de croar que se queda enterrada en su cerebro, en su garganta, en la negritud de la olla y la ceguera.

El sapo duerme. Sueña con la vida cerca del estanque, donde el verde se extiende, donde el hombre no se conoce, donde puede brincar a placer o quedarse quieto probando cuánto tiempo soporta, donde se escuchan historias de sapos que al morir se les ha descubierto una piedra maravillosa en el cerebro. O quizá no sueña. Quizá sólo duerme, en medio de su noche interminable.

El hombre se ha quedado solo. La mujer ha tenido que ausentarse. Su madre enferma la ha alejado. Como de costumbre, la advertencia acerca de la olla flota en la mente del hombre. Varios días con la curiosidad punzándole a toda hora. ¿Qué puede contener aquel recipiente negro que su mujer pretende mantener cerrado siempre? El hombre aún no reúne los arrestos necesarios para indagar. A su mujer no le gusta que hurgue en sus pertenencias, y disgustarla sería lo último a lo que se atrevería.

Se acerca y se retira una y otra vez. Está a punto de tomar la tapa cuando el repentino maullido de un gato, unido a su ansiedad, lo hace derribar la olla que termina desgajándose en pedazos y develando su contenido. Todo queda inmóvil: el hombre, los fragmentos de barro, el sapo, el retrato. Después de mucho tiempo, se inclina, toma el retrato y escudriña en él. No comprende. Ningún pensamiento se le ocurre. La humedad lo ha deteriorado, pero sigue siendo su retrato. No cabe duda.

Descubre al sapo. Le parece extraordinaria la artesanía con que se ha confeccionado al animal. Parece de verdad. Intenta aprisionarlo entre las manos. El sapo salta y el hombre queda atónito, como si de pronto una figurilla de barro hubiera cobrado vida. El corazón del hombre tarda en recuperar su ritmo. El sapo se ha vuelto a quedar inmóvil. El hombre observa minucioso. Se convence de que es un verdadero sapo. Su atención se detiene en un detalle que hace diferente a este sapo de cuantos conoce. Son sus párpados cosidos, sus ojos cegados a punta de aguja.

Nebulosa en su cabeza, aparece la imagen. Aún no distingue bien lo que su intuición parece indicarle. Se dirige al neceser y se apodera de las tijeras. Regresa al lugar donde el sapo parece aguardarlo. Lo aprisiona con una mano, domina el asco y se pone a la tarea de liberar los párpados de sus costuras. Al terminar, le limpia los ojos con un pañuelo. El sapo parece deslumbrado, cegado ahora por la luz.

El hombre se queda tenso, sintiéndose uno con el animal. Poco a poco el asco se le interna por las manos, le recorre el cuerpo y la vida completa. Tocan a la puerta en el momento en que despierta del hechizo. Sabe que ha llegado su mujer, pero no abre. Espera a que ella utilice su llave. El asco se le concentra en las manos. Un asco insoportable. La llave gira la cerradura y la puerta se abre. El asco crece en las manos. El hombre libera al animal.

 

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