A mano

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A MANO

Lucas Morán Basulto

El “rubio” Alexis, inhaló un largo trago de oxigeno con sabor a Valparaíso, antes de iniciar el último repecho de la inacabable escalera del cerro “Mariposa”. Como de costumbre, agarró por el mango su instrumento musical, y arremetió, resuelto como un andinista, contra la inclinación estructural de aquel talud de cemento. Cuando hizo cumbre, a los pies de una plazoleta, acezando como un lebrel de campo, buscó alivio en una banca doblando la cerviz.

Inconscientemente observó sus zapatos negros acharolados, puntiagudos como hocicos de zorros, que le asentaban de maravilla a su terno cruzado a rayas, y a su corbata chillona. A todo esto, el sol, bruñó su anillo de oro macizo con una incrustación de diamante, haciendo que su mano pareciera distinguida; no por nada, muchas de esas damiselas que pagaban un café o una copa para escucharlo, terminaban encandiladas con la alhaja que fulgía en su dedo anular; mientras rasgueaba las cuerdas en el “Rincón de Carlitos”, en el “Esturión” o en el “Cafetín de la tía Rosario”.

Desde su inmejorable posición de cantor, –un pie doblado sobre la silla y el otro anclado a las baldosas– veía, olía, y saboreaba, como la bohemia porteña, madrugada tras madrugada, se desinhibía; transformándose en una gran masa sentimental, desde el mismo momento que su chorro de voz, recargado de acentos Bonaerenses y pronunciaciones en “lunfardo”, hacía retumbar al cautivo auditorio, con toda esa solidez que lo había hecho merecedor al título de maestro. “Garufa” por ejemplo, tenía una sola forma de interpretarse, y “Percal” otra; que decir de “Malena”, a ese, para sacarle toda la enjundia, había que colocar el doble de pasión y nostalgia.

La noche no había estado nada de mal en el “Esturión”, bien tampoco; pero si su garganta no hubiese “arrugado” a las tres y media de la madrugada, la última salida a la pista, le habría reportado más del doble de lo que recaudó; entre turistas y trasnochados, que como siempre, además de observar el espectáculo en vivo, llegaron por un caldillo de congrio, una chorrillana, o una merluza frita con ensalada a la chilena.

Llevaba más de treinta años, coqueteando con las armonías del dos por cuatro, y casi el mismo tiempo, colocándose una bufanda de seda blanca, el sombrero alón de fieltro, y sacando la voz desde sus entrañas para que las notas sonaran varoniles, y trasmitieran toda la tristeza de sus composiciones. Una vida entera, mirando espejos coronados de calcomanías a lo largo de las barras, donde como en una gran pantalla de cine, los parroquianos reflejaban todas sus intensidades: besos furiosos, escotes promiscuos, manos exploradoras deslizándose al continente perdido tras las faldas.

Recuperado de la fatiga, el “rubio Alexis”, apuntó su mirada hacía el océano –las aguas abiertas sobre el horizonte lo aquietaban–, tropezando con buques, con remolcadores, con barcos de carga, con grúas, con lanchones, con veleros y botes artesanales, que contradecían al mar con sus colores irrespetuosos.

Sintió que valía la pena vivir encaramado a los cerros de Valparaíso, donde desde cada mirador, tenía la perpetua posibilidad de observar en primera fila la llegada de los años nuevos, con toda su estridencia de fuegos artificiales; o si lo quería como ahora, abordaba las alas de su imaginación para bajar al plan en los sentidos de una gaviota, de un alcatraz, o de cualquiera de esa aves que se agitaban tras los desperdicios que arrojaban los pescadores. En un sobrevuelo rasante, que efectuó con sus ojos en picada, pasó como un celaje por la cubierta de la “Esmeralda”, meciéndose por estos tiempos en el molo de abrigo, desnuda de velas como una mujer desarreglada, esperando la invitación nocturna de un marinero para arroparse de blanco.

Cuando eran más de las cuatro de la tarde, entró a la panadería de don Flavio, atraído por un apetitoso aroma, a buscar una empanada de horno y un pastel de choclos. Después se detuvo a comprar una botella de vino, y partió a encerrarse con sus gatos.

Su casa, la cuarta entrando a mano derecha por el pasaje Almendral, lucía deteriorada como todas las otras. Las últimas tres planchas de cinc que debió sustituir, por las arrancadas de cuajo a causa del pasado temporal, se las había donado el municipio; más una modesta subvención en dinero, para que cambiara los vidrios rotos cubiertos de plásticos. Levantada por ingleses en el año 1926, ya no tenía de qué vanagloriarse, salvo su estirpe, supeditada a los recuerdos. Pero mal que mal, era donde el “rubio Alexis” había nacido, echaba a diario sus huesos, y sobre todo, el único bien que poseía; recibido como herencia de sus padres.

Almorzó como a las cinco y media frente al televisor, en una bandejita de madera que colocó sobre sus piernas recubiertas por el chal café a cuadros, que había servido como cobertor oficial a toda la familia. Al rato se quedó dormido, rodeado de sus tres animales, soñando que alguien golpeaba a su puerta para matarlo. Corrió a la cocina a buscar con qué defenderse sin encontrar nada. Como los golpes en la puerta continuaban, pensó sacar del ropero el viejo fusil, pero ya era muy tarde. Un desconocido había reventado la chapa, y corría tras su pellejo con un cuchillo carnicero en ristre. Resbaló, y no pudo evitar que el perseguidor, que de pronto se convirtió en mujer, lo rematara.

Cuando despertó, aterrado y con la respiración cortada por palpitaciones, se dio cuenta que su reloj marcaba la medianoche, y que los llamados continuaban con insistencia sobre la mampara. Incorporándose encendió la luz del living, se despabiló un tanto, y se apuró en averiguar quién sería el que estaba provocando aquel estropicio para que le abrieran.

–¿Quién es? –preguntó desde adentro.

–¡Yo “rubio”….el Hugo! –sentenció una voz algo nerviosa.

–No te conozco, identifícate mejor o llamó a los pacos.

–¿Cómo no te vay a recordar de mí?….el “Hugo cebolla”, el cantante de boleros. Acuérdate, “Con una lágrima en la garganta te vi partir….”

–Chitas, seguís igual de desafinao. Espera…. ya te abro.

–Gracias hermano. Sabía que me ibas a reconocer.

–¿Dónde te habiay metío “cebolla”, que no se te vio más por el puerto?

–Enrreao con una julana. ¿Qué más podía ser?

–¿Y qué te le ofrece?

–Te vengo a cobrar la palabra.

–¿No te entiendo?

–Ya me vay a entender. Quiero que me alludís a deshacerme de la Yohana.

Hace un rato le puse cinco puñaladas por traidora.

–¿Qué?

–Lo que estay escuchando. Vos me debis una.

–Estay más huevón. Si no salís altiro llamo a los pacos.

–¿Querís que los polis sepan lo que pasó con la Rosa? Yo estaba contigo

cuando la empujaste, y rodó los cincuenta y tres peldaños de la escala de “Placeres”. Conmigo estay perdido “rubio”Alexis. Pa´ tú desgracia me sé todos tus tangos.

–¿Qué querís que haga?

–Consíguete el furgón con tu compadre Altamirano, la cargamos, y rajamos

a botarla pa´ “Laguna Verde”.

–Espera…. voy por un chaleco.

<> se reconviene dando un puñetazo sobre el velador. Sabe que el “Hugo cebolla” es capaz de todo, y lo más probable, es que haya mandado para el otro mundo a la tal Johana.

Recuerda que, poco antes de desaparecer del circuito de la noche, andaba caliente con una morenaza que llegó a servir mesas al “Esturión”. Si se niega, el “cebolla”, puede ir a contarle todo a la familia de la Rosa.

Cuando quedó la grande, bordeaba los cuarenta y cinco y la Rosa los veintiséis. Llevaban dos años viviendo juntos en una pieza del cerro cordillera. Salían de la mano a todas partes, sin que de por medio existiese ni una sola duda. A veces iban a Quilpué, otras a Villa Alemana, o simplemente recorrían la bahía en lancha. Ella le había prometido que se quitaría la “T” de cobre en el hospital para darle un hijo, y él, que trabajaría duro, tocando mejor la guitarra y cantando con mayor fervor.

Al “muñeco Fernández”, cantor de “cuecas choras”, lo conoció en plena función. Fue un día que le falló un guitarrista y él lo suplió. En agradecimiento, el “muñeco” lo invitó a tomar dos botellas de vino “sonrisa de león” al “Nuria”.

Quedaron con el hocico caliente, y se fueron a seguir la jarana a su pieza. La Rosa les preparó una cazuela, de esas que los viejos se llegaban a chupar los bigotes. Le pusieron siete botellas más, hasta las diez de la mañana del otro día.

<> sentencia el “rubio”, como si hubiese sido ayer.

Según sus conclusiones, la maldita perra se abrió de piernas en breve y fornicó con el “muñeco” hasta que se aburrió; total, él dormía “raja” la borrachera.

Cuando la pilló, andaba trayendo puestos unos zapatos y un vestido azul, que le había regalado el atorrante del Fernández, y que al tiempo, murió en una pelea a cuchilla con dos estibadores.

<> escruta para sus adentros.

Esa noche, apenas el “cebolla” lo datío que le estaban pegando en la nuca, los celos le contaminaron el alma de inmediato. Se excusó de cantar, y le dio la pasada al Ramiro, que se estaba probando en el “Esturión”.

Salió del local sin que nadie se diera cuenta, esperó a que subiera las escaleras de “Placeres”, y le salió al paso en el último peldaño. Eran como las nueve de la noche y había comenzado a llover. Cuando se toparon, la Rosa se paró en seco y lo quedó mirando aterrorizada. El “rubio”, la agarró del vestido a la altura del pecho, y se lo rajó en dos; media desnuda, comenzó a gemir y a decir que la perdonara. En ese momento, el cielo se iluminó con la fosforescencia de un relámpago y, como si tiraran agua con baldes, se desató un aguacero descomunal. Gritando su nombre la empujó al vacío. Cuando se dio vuelta, la silueta del “cebolla” se reflejó con el segundo rayo, que por tres segundos electrizantes, encandeció todas las sombras del puerto.

Se me soltó de las manos, murmuró el “rubio” varias veces, sabiendo que la había asesinado. El “Hugo cebolla”, golpeándole la espalda, respondió que no se preocupara, que de él no saldría una palabra. La vida “rubio” tiene muchas vueltas, a lo mejor algún día te toca ayudarme, le recalcó, mientras se devolvían al “Esturión”.

<<¿Ahora qué hago con este hocico de tarro? Por huevón tengo que ayudarle>> protesta enrabiado para sus adentros.

–Perdone que lo moleste a esta hora compadre, pero tengo que llevar

urgente una guitarra al “Esturión”. Parece que falló uno de los artistas –dijo el “rubio”, para que su desconcertado vecino, le soltara las llaves del furgón.

–No vaya a ponerse a tomar compadre, mire que mañana tengo que salir a trabajar temprano –protestó, el que había sido sacado de la cama por la fuerza.

–En una hora me desocupo –enfatizó para tranquilizarlo.

Tomaron por el serpenteante camino de “Cintura”, y poco a poco fueron avanzando por la montaña rusa de Valparaíso. A una distancia incierta, medida a ojo, las luces del puerto goteaban su luz de cansancio. Un silencio provincial de obreros, de pescadores, de marinos, de aduaneros, de maestros primarios, se vertía sobre las viviendas, que como la vida, pendían falsamente de los acantilados.

Antes de estacionarse, el “rubio”, apagó los focos y el motor a mitad de cuadra por precaución. Bajaron cautelosamente, y arrearon sus figuras ensombrecidas por un tenebroso cité. La noche, como una buena mano de naipes, los favorecía, transformándose en una cómplice perfecta.

El cuerpo tieso de la Johana, a causa del rigor mortis, fue alzado en vilo, y sacado de la pieza como un maniquí. Deshicieron en puntillas el camino y, una vez en la calle, con un abrir y cerrar de manillas, tiraron el cadáver en el piso del furgón. Abordaron con cierta tranquilidad, siguiendo la estrategia de no encender luces hasta la cuadra siguiente. El itinerario que establecieron, contemplaba llegar hasta el sector de la “pólvora” en veinte minutos, para luego, acercarse a la playa de “Laguna Verde” y concluir la misión.

El “rubio”, mientras guiaba por la carretera, traspirando sangre por los poros, dedujo muy a su pesar, que la letra de los tangos eran únicamente cuentos; fantasías de tipos amargados que con sus mentiras traumatizaron a toda una generación. Lo que estaba viviendo in situ, hablaba de una percanta de carne y huesos destripada por un cafiche, en un cerro de Valparaíso en pleno siglo veintiuno, no cien años atrás en los suburbios de Buenos Aires.

–Le di la pálida por maleva y traidora –alegaba el “cebolla” –.Quería que todos se cagaran de la risa de mí por cornudo.

Antes de lanzarla como un bulto a las aguas, aprovechando la resaca que se devolvía en torbellinos, arrastrando todo lo que encontraba a su paso hacía las corrientes marinas, el “Hugo cebolla”, maldijo a la Johana con un escupitajo de despedida.

Una hora y media después, antes de separarse, se miraron con dificultad a los ojos. Uno por haber cobrado una factura atrasada, y el otro, por haber pagado una deuda de juventud a tan alto costo.

–Estamos a mano “rubio”.

–Así es “cebolla”….a mano.

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