De sus aristas laterales emergían, cuando así lo consideraba oportuno, dos largos apéndices multiarticulados que culminaban en sendas esferas metalizadas, con la aparente capacidad mágica de transmutación en toda suerte de objetos y herramientas. Se comportaba como si estuviese vivo, al modo de cualquiera de los animales orgánicos ligados a la rocosa realidad del mundo.
Entre otras muchas ocupaciones, el artefacto piramidal prestaba especial dedicación a dos, por su trascendental importancia. La primera de ellas consistía en mantener el perímetro del claro del bosque limpio y a salvo de alimañas y sus repentinos ataques en busca de comida. La segunda –algo más delicada en contraste- suponía acudir con celeridad al llanto impaciente que le reclamaba desde el lecho de hojas, donde el pequeño Aratic, indefenso, clamaba por su cuidado. El artefacto se acercaba entonces para tranquilizarlo con suaves caricias de templada mano recién modelada, mientras su otro apéndice, convertido en fina aguja de rayo lunar, inyectaba su alimento justo por debajo del grabado abdominal de su nombre en la piel. Tras esta operación, Aratic tornaba a caer en sueño profundo, ignorante de la presencia de su protector y la infinitud de peligros asomados al borde de su tierna rutina inocente.
Así transcurrieron los días y los soles, las noches sin estrellas y el frío aullando por entre las copas de los árboles, altos y oscuros, amenazantes…
Pero ni todas las acechanzas consiguieron evitar que Aratic aventurase sus primeros torpes pasos por el claro, previamente desbrozado por el artefacto al que debía su vida. Tropezó docenas de veces, lloró sin consuelo otras tantas, ante la apartada presencia de la pirámide inmóvil. Aprendió a caminar con el cuerpo cubierto de rasguños, heridas y magulladuras. Las lágrimas dejaron de bañar a diario sus mejillas. Así sus ojos pudieron observar mejor la ingente cantidad de cosas desconocidas que le rodeaban. Descubrió con sus propias manos el interior de esas escurridizas figuras que intentaban escapar siempre de él, y que ya no volvían a moverse una vez abiertas, aunque las cerrase con delicadeza. Aprendió a discriminar entre aquello que, arrancado a la tierra, podía ser engullido sin dolor y lo que no. Estaba creciendo.
Pronto Aratic corría con soltura por todo el claro, manipulando lo que encontraba, saltando y brincando alegre, radiante de energía vital. Entre sus juegos favoritos destacaba, sobre cualquier otro, el único que era compartido. Le encantaba correr detrás del artefacto con ruedas y su incesante ¡clang-clang! de engranajes viejos, que imitaba con estentórea fruición y deleite, para intentar superarlo en la carrera y observar, frente a frente, sus paternales rasgos inamovibles de pintura reseca.
-¡Clang-clang-clang-clang-clang! –gritaba con innecesario estruendo.
Y el artefacto, así bautizado por la criatura a su cargo, se dejaba perseguir, pero nunca alcanzar. Durante horas interminables.
Pero la sobreprotectora rutina en la que Aratic vivía desde el principio de sus días estaba entonces a punto de terminar para siempre. No tardó en ser consciente de que algo había cambiado, de que no todo era –ni volvería- a ser igual. La primera evidencia del nuevo orden llegó en cuanto concluyeron las persecuciones y juegos de aquella tarde. Normalmente, Aratic se dejaba caer, aún jadeante, sobre su lecho de hojas, esperando que el corazón dejase de golpear el pecho por dentro; al poco, el murmullo mecánico de la sombra piramidal se aproximaba, dulce y leve, con la aguja que le repondría sus fuerzas y un pasaje hacia las nubes del sueño. Su corazón alcanzó el reposo, pero su mente se precipitó por el abismo de la zozobra, pues Clang-clang, ese extraño ser-cosa que velaba por su vida, permanecía en la distancia, estático e indiferente; como si, de repente, por insospechados motivos, hubiera dejado de quererlo.
-Clang-clang –llamó en tono suplicante.
Quietud por toda respuesta.
-Clang-clang –intentó de nuevo, las lágrimas asomando en el borde de su comprensión.
Sintió una honda tristeza, postrado en su lecho de desesperación. ¿Por qué este súbito abandono?- se hubiese preguntado si en su mente existiesen palabras con las que definir y expresar los sentimientos puros que le embargaban. Y a la tristeza se sumó una desagradable sensación desconocida: parecía como si una invisible aguja, gemela de aquella que le alimentaba, se hundiese en su estómago para vaciarlo por completo. Era el hambre. Una cruel necesidad por encima de su voluntad. Debía saciarla, y se sorprendió de saber cómo, pues jamás recibió ejemplo o explicación alguna. Se llevó lo que encontraba a la boca, intentando tragarlo con avidez; llenar el hueco aullante y creciente que se abría en su abdomen, bajo su nombre tatuado. Pero el hambre no cesó, más al contrario, aliada con la debilidad y el dolor, consiguió minar la resistencia de Aratic hasta el punto de hacerle perder la consciencia.
Y sólo entonces, cuando el pequeño se estremecía entre temblores, víctima de la fiebre, fue cuando Clang-clang se acercó de nuevo, para inyectar un espeso brebaje, cuya composición se perdería junto al resto de su vasto conocimiento.
Al despertar, Aratic sintió su cuerpo fortalecido, provisto de un renovado vigor. Y antes de que en él se desvaneciese el recuerdo de la angustia padecida, Clang-clang mostró con el ejemplo cómo había de darse caza a las huidizas criaturas del entorno. Ensartada en uno de sus agudizados apéndices, la desafortunada pieza fue preparada sobre el fuego, previamente dispuesto por el eficiente Clang-clang, ante los asombrados ojos de Aratic. El aroma de la carne asada atrajo sin remisión al hambriento muchacho; pero antes de que sus manos se posasen sobre el delicioso premio, Clang-clang lo arrojó con increíble fuerza tras de sí, fundiéndolo con la espesura del bosque. Y aunque Aratic, guiado por su olfato, lo buscó y rebuscó con denuedo, al final hubo de volver con brazos y estómago vacíos, amén de una abrasadora mirada que intentó proyectar sobre las planas facciones inexpresivas de su salvador, que seguían idénticas al primer día. Clang-clang dio así por concluida su primera, última lección.
Aratic demostró sobrada capacidad de aprendizaje imitando, con lanza improvisada, a su maestro en las artes de la caza y la supervivencia, e incluso buscando el refinamiento y la perfección de sus tácticas. No tardó mucho en olvidar que, en los ya lejanos días de total indefensión, su evolución, nutrición y salvaguarda dependían de ese extraño objeto de madera, semioculto ahora entre arbustos y malas hierbas, que ocasionalmente utilizaba como blanco de sus diversiones y ejercicios de puntería. A veces se proponía acertar en medio de los descascarillados ojos, o justo en el mismo centro, donde iría la nariz, y no paraba hasta conseguirlo. Así gastaba su tiempo, feliz, sin reparar en nada más.
Durante años.
Hasta que llegó el día.
El día que el pasado eligió para regresar.
El barbudo Aratic se encontraba reforzando, con gruesas ramas y hojas gigantes de plantas sin nombre, la techumbre de su refugio –inminente llegada de la época de lluvias-, cuando escuchó el resonante crujido que sobrecogió su respiración en los pulmones. El bosque entero parecía haberse quebrado bajo el hachazo de un gigante; nunca, ni siquiera cuando el poder del rayo doblegaba la majestad de árboles centenarios, sus oídos oyeron fragor semejante. Con suma precaución, Aratic aventuró la vista al exterior del refugio. Sus ojos le devolvieron una brumosa visión, arrebatada al tiempo: un artefacto piramidal, sostenido sobre ruedas, esperaba frente a un muro vegetal reventado. Una línea invisible les unió instantáneamente.
-¿Clang-clang? –dibujó la interrogación de su voz.
La pirámide no se movió, salvo para desplegar sus apéndices. Aratic comprendió que se habían desvanecido demasiados días desde la última vez que buscó establecer esta línea vinculante. Y sintió algo extraño y novedoso por ello, algo etéreo pero pesado como roca inamovible. Culpabilidad, si los sentimientos fueran meras palabras. Algo parecido a una rama de espino en el interior de la cabeza. Un dolor en ninguna parte del cuerpo.
El artefacto se puso en marcha, acercándose. Clang-clang-clang…Aratic tembló de miedo. Comprendió que había hecho –o dejado de hacer- algo trascendente y fundamental. ¿Qué podría ser eso, fuera de su conocimiento y su breve imaginación? El peso de la roca se incrementó en varias toneladas. Y a su pesar echó a correr, tomando el sendero que se internaba, serpenteando como un reptil más por las entrañas desconocidas del bosque cerrado.
Corrió y corrió, siguió corriendo, y en pocos minutos se alejó del claro tanto como nunca antes soñó siquiera que pudiera intentarse. ¡Clang-clang-clang…escuchaba, más grave y lejano que sus recuerdos, tras de sí. Y al mirar por encima del hombro, descubría una pirámide diminuta, que exhibía dos líneas de agujas a la altura de su falsa boca de madera. Sus piernas ardían bajo el desacostumbrado castigo. Pero aquel sonido, no obstante, seguía incrementando su volumen, su proximidad. Las rodillas estallaban, con esa luz rápida e hiriente que precede a la tormenta. Y ese ¡Clang-clang! de pesadilla, próximo e iracundo, amenazaba ya con dar alcance a su agotada sombra. La negra fortuna quiso disponer de afilado guijarro en su camino; y Aratic pisó el desgarro sordo de su pie, y cayó de frente, vencido y resollante. La idea de muerte surgió, como liberación. El fin de todo era ahora una realidad tangible, materializada en agujas que se detuvieron a escasos palmos de su cara. Como antaño, el dolor y la fatiga serían eliminados mediante una larga aguja…
La espera –párpados apretados- del fin se prolongó. Su pecho dejó de agitarse y el latido de su pie perdió fuerza. Aratic aventuró su mirada a las alturas, al encuentro con su paciente verdugo. Las agujas no se habían movido. No atravesarían su carne condenada, después de todo. Entonces… ¿qué enigmáticas intenciones se ocultaban tras la despostillada madera? ¿Cuál era el porqué de esta absurda persecución? Tales consideraciones no germinaban en la mente del joven, que sólo buscaba dejar atrás el acerado peligro de morir ensartado como una de sus presas. Milímetro a milímetro, Clang-clang reemprendió levemente su movimiento, como si de antemano hubiese previsto la duración de esta pausa. Aratic se incorporó, tan sorprendido como asustado, y volvió a correr por su vida. A cuatro metros de sus talones, las agujas.
Cayó el sol tras las montañas y el bosque se cubrió de negro. La carrera continuaba, al ritmo torturado del perseguido. Aratic probó a reducir, lenta y progresivamente –para que Clang-clang lo percibiese con suficiente antelación-, la longitud de sus desmayadas zancadas, y poder así recuperar parte del aliento perdido. Suponía que le sería concedida tan merecida gracia por sus esfuerzos; así que se detuvo, las manos sobre los doloridos muslos, y regaló a sus pulmones el aire de la quietud.
Treinta segundos más tarde sintió una abrasadora línea de pinchazos perforándole las pantorrillas. Con un grito de dolor saltó tambaleándose, aterrado por la posibilidad de caer ante semejante tormento insufrible. De algún modo, el artefacto conocía las fuerzas que quedaban en su cuerpo, por mínimas que fuesen, y exigía su agónico sacrificio. Diminutas lágrimas de sangre manaron libres del encierro de la carne. Y fluyeron, fluyeron…
Dos horas después Aratic se desplomó, ciego en mitad de las tinieblas; inconsciente, demolido, aparentemente muerto.
Lo primero que sintió al despertar fue una hilera de puntos que pugnaban por introducirse en su espalda, presionando la piel sin detenerse. Su cerebro reconoció al instante de qué se trataba, y con un impulso le hizo rodar sobre sí mismo. Llevaba decenas de metros recorridos cuando cobró plena consciencia de que volvía a estar corriendo, incluso antes del retorno completo a la vigilia; y aunque su cuerpo parecía haber descansado, con un martillo de frustración aplastó su ánimo hundido en infiernos de espirales sin luz ni esperanza. Un pelele, era un pelele anulado en su totalidad, dirigido sin remedio por capricho de voluntad inhumana. Deseó destrozar en astillas a Clang-clang. Deseó matarlo. Deseó morir, lloró autocompasión y rabia, lamentó no ser un árbol cualquiera de los que iba dejando atrás en sucesión infinita, desesperada.
No reparó en el irreductible artefacto cuando su cuerpo volvió a caer derrotado por agotamiento. Ni tan siquiera escuchaba ya los eslabones sónicos de su torturador, entrelazados con los pasos de su propia respiración angustiosa; necesitaba canalizar toda su energía y concentración en la difícil tarea de seguir vivo. Clang-clang respetó su descanso, silencioso, a holgada distancia de observación. Dejó que sus piernas se enfriasen, que hasta sus oídos llegara el canto de las aves, el murmullo del bosque, que su alma flotara en algo semejante a la relajación de los músculos llevados al límite de su resistencia. Hasta que consideró que ya había sido suficiente e inició una vez más la marcha infernal con el diabólico aviso de un clang-clang-clang creciente y homicida.
Aratic deliraba, emitía gruñidos que conmoverían a las piedras. Su mente infantil comenzaba a quebrarse, incapaz de comprender el destino inmisericorde que le había tocado en desgracia. Con patético esfuerzo consiguió arrastrar los pies unos metros más, antes de zambullirse en la oscuridad de la inconsciencia.
Su reposo se vio acompañado de sueños fugaces que pincelaban un fresco de pesadilla en colores abstractos. Soñó que volvía a ser un niño, sin pelos cubriendo sus mejillas, libre, despreocupado, una sencilla criatura dotada de vida; Clang-clang era su amigo, su protector y sentía, como una cálida radiación, cuánto lo quería. Jugaban y él reía con inocente regocijo. En un momento la risa devino el llanto sin razón, lágrimas de resina brotaban por los simbólicos ojos de la pirámide cuando el niño tropezó, renovando sus gritos, y entonces fue empalado por cientos de agujas que transformaron incomprensiblemente los lloros en risas cándidas; y el artefacto elevó al niño feliz y sangrante para introducirlo en sus fauces de dientes humanos, y mientras lo masticaba entre gorgoritos y el sonido monótono de su mecanismo, sus ojos de artificio fueron manantiales cuyo rumor no ahogó la alegría del devorado. Sus dulces carcajadas y sueño terminaron con un pastoso crujir de huesos.
La luz del alba abrió sus párpados. Confuso y desorientado, se incorporó despacio, intentando reconocer las diferentes partes de un cuerpo que era el suyo. Su mano derecha chocó por azar con una larga vara de madera rematada en punta que descansaba a su lado. Este tacto activó como un resorte automático el agujero quejumbroso de su estómago. No recordaba la última vez que se llevó algo a la boca. Los retazos de días anteriores volvieron súbitamente a su cabeza, despejando en un segundo las brumas de confusión, aferró la lanza por instinto y se giró, aún en cuclillas, buscando con la mirada la localización exacta de una forma piramidal. Junto al último recodo del camino la encontró observándolo. Uno de sus apéndices señalaba el corazón de la espesura tras las lindes. Aratic, encorvado y expectante a cualquier mínimo movimiento, se desplazó lentamente hasta el borde del camino, donde nacía la vegetación. Sentía que algo diferente a su tortura diaria estaba a punto de ocurrir. En su cabeza vio imágenes de sí mismo escapando en loca huída de su perseguidor por entre los apretados árboles del bosque infranqueables para ese objeto animado por oscura crueldad. No podía creer que a unos pasos, simples pasos, se hallase la ansiada liberación de su castigado cuerpo y maltrecha voluntad. Parecía demasiado fácil después de tantas dificultades; no obstante, su imaginación no acertaba a encontrar ningún obstáculo, ninguna trampa a su deseo. Respiró profundamente, dos, tres veces, sin dejar de apuntar su tosca lanza de madera hacia el lejano artefacto inmóvil. Sabía que, por mucho que acelerase en aquel momento, las agujas no llegarían hasta que él se hubiese sumergido ya en el laberinto verde. Al sol de esa idea, ríos de palpitante energía bramaron bajo sus músculos en tensión y, con un grito salvaje –que activo de inmediato una reacción mecánica en el artefacto-, Aratic empezó a correr como jamás en su vida lo había hecho. El mundo se convirtió a su alrededor en un túnel vertiginoso de ramas, arbustos, hojas y árboles que parecían abalanzarse sobre él a toda velocidad, con la perversa motivación de frenar su carrera y entregarle, derrotado, al tormento de las agujas que, esta vez sí, no guardarían un ápice de piedad ante semejante acto de rebeldía. Despacio, entrarían en su carne como hilos de dolor, abyecto ceremonial de horror y agonía, ahogado en la fuente de su propia sangre. No…cualquier cosa antes que eso. Así que corrió y corrió y corrió, a pesar de sus pies inflamados, a pesar de sentir que los pulmones no tardarían en reventar por el esfuerzo, a pesar del latido del miedo golpeando el tambor de sus oídos, y a pesar del sempiterno clang-clang que venía de dentro y de fuera -¿era su corazón? ¿era el terror que no cesaba en su persecución? -, sin distinción. Sólo la raíz que le hizo rodar detuvo su carrera infinita hacia el desfallecimiento, y entonces sus piernas laceradas se rindieron definitivamente. Tendido hacia un cielo de hojas que filtraba el sol, como una extensión de la tierra que aspirara y expirara un aliento de angustia y derrota, quedó con los palpitantes brazos en cruz. Se preparó a recibir el anuncio sonoro de la muerte que no tardaría en llegar. Había hecho cuanto había podido, forzando su cuerpo hasta sus límites infranqueables; pero al parecer ni siquiera eso era suficiente. Sonrió. Si este era su fin lo encontraría así. Nada quedaba ya por intentar.
Aratic escuchó el dulce canto de los pájaros que habitaban las alturas. Parecían conversar entre ellos, alegres, cosas importantes que él no podía entender. Hacia tanto que no reparaba en ellos…También captó el trote cauto de pequeños animales aventurándose fuera de sus madrigueras, ya fuera por el impulso del hambre o por simple curiosidad. Y la brisa que hacía balancear las cabezas arbóreas con un susurro agradecido y levantar la hojarasca de sus pies por siempre enterrados. Y se le antojó que todo aquello era perfecto a su alrededor. Porque no oía aquello que rompía la espléndida armonía de la naturaleza, ni veía la picuda forma de rasgos desgastados que un día amó, y su corazón ya no quería escapar del pecho…Entonces fue cuando una genuina carcajada de felicidad inmaculada escapó de su garganta, libre, extendiéndose en ecos por todo el bosque, que concluyó en un gemido de lágrimas, igualmente libres.
En los días siguientes, Aratic empezó a recuperar el dominio de su voluntad. Apenas recordaba la sensación de poder dirigir sus pasos allá donde quisiera, sin miedo a ser atravesado por agujas. Podía cazar con trampas simples como antaño, encaramarse hasta casi tocar las copas de los árboles y admirar la inmensa belleza del horizonte, tumbarse durante horas entre la hierba y contemplar las nubes perezosas surcar los cielos inalcanzables. Podía hacer cualquier cosa que se le ocurriese y, sin embargo, un simple ruido insospechado entre la maleza conseguía disparar todos los músculos de su cuerpo hacia una posición de alerta. Aún temía que aquella cosa apareciese de nuevo para continuar torturándole. Podría ocurrir que jamás volviese a verlo en su vida, quedando reducido a recuerdo o…que saliese a su encuentro en los próximos minutos ¿Qué certeza tenía?
La mañana era soleada, casi calurosa, y una leve brisa traía consigo fragancias desde los bosques frondosos. Aratic ya había pescado tres enormes y plateados ejemplares antes del mediodía. Estaba sentado junto a la orilla del riachuelo con la mirada fija en el dócil curso del agua. Y ahora que su mente disfrutaba de la tranquilidad propia del transcurso lento de los días sin sobresaltos, preguntas insidiosas, recurrentes, crecían y se abrían paso a través de su cerebro: ¿Por qué había iniciado Clang-clang esa cruel persecución? ¿Qué ganaba con su dolor y sufrimiento? ¿Cómo podía tratarle así después de haberlo cuidado -¿querido? incluso – durante tanto tiempo en el que no era más que una criatura indefensa?
Y mientras rumiaba estas cuestiones sin hallar respuestas, dos líneas de finas agujas empezaron a emerger de las aguas. Aratic las miró intentando comprender como es posible soñar sin estar dormido y ver frente a uno cosas encerradas en la memoria. Sólo cuando el ronco ¡clang-clang! que precedía el movimiento de la pirámide de madera llegó hasta sus oídos su cuerpo reaccionó, y sus piernas intentaron alejarle de la pesadilla. Podía sentir la furia inhumana de aquel artefacto tras de sí mientras corría con todas sus fuerzas. El horrendo ¡clang-clang! crecía y crecía, como el rumor grave de una avalancha a sus espaldas y, entonces, dos líneas de hielo o fuego atravesaron limpiamente sus piernas de parte a parte y todo se convirtió en dolor. Un dolor indescripble y sin medida. El castigo había comenzado.
Con la mirada perdida y una sonrisa estúpida dibujada en su cara, Aratic caminaba por el camino de tierra al ritmo máximo que sus pies le permitían. Detrás de sus piernas cubiertas de cicatrices, el mecanismo que la pirámide albergaba en su interior emitía un ¡clang—-clang! acompasado, que sólo se detenía por un tiempo imprescindible.Y la distancia que les separaba fue siempre la misma.
Los años pasaron; algunos rápidos, otros lentos. Aratic abandonaba únicamente el camino sin fin para conseguir alimento; después volvía a emprender la marcha. A veces era escarpado y pedregoso, otras sinuoso y oculto entre valles, en ocasiones atravesaba el corazón de una montaña envuelto en oscuridad. Nunca pisó dos veces el mismo lugar, nunca contempló dos paisajes idénticos, ni siquiera similares. La tierra, ahora era claro en su mente, se le antojaba una escena infinita, tan inabarcable como el cielo nocturno y sus estrellas.
Parajes helados, junglas asfixiantes, páramos barridos por el viento, desiertos abrasadores…cruzados por este camino que no se desdibujaba. Aratic padeció las crueldades del frío y el calor extremos sin emitir una queja. En su marcha sorteó extraños huesos semienterrados, vio animales de apariencia fabulosa, algunas aterradoras monstruosidades; pero jamás uno con sus brazos o sus piernas, alguien en quien verse reflejado como la imagen que devolvía un estanque.
Durante largos, largos años.
En ese tiempo hubo muchas ocasiones para escapar al acoso permanente de Clang-clang, que aprovechó a pesar de conocer las dolorosas consecuencias que, tarde o temprano, su carne acababa pagando como precio a su osadía. Terminó por comprender que aquellas oportunidades no eran descuidos del artefacto. En absoluto. Y en estos meses de aparente libertad donde no regía más determinación que la dictada por su voluntad, sin embargo, la presencia del artefacto piramidal era constante, durante el sueño y durante la vigilia, eliminando cualquier posibilidad de vivir tranquilo. Pues se había instalado en el interior de su cabeza.
El camino fue desde entonces su único destino. Corrió y corrió sin tregua, superando los límites de su imaginación respecto a sus propias fuerzas. Hasta que llegó un día del futuro lejano en el que Aratic, exhausto, se detuvo intentando llenar de aire sus pulmones. Sin conseguirlo. Se giró con agónica desesperación, boqueando como un pez fuera del agua, buscando ayuda en Clang-clang. Lo último que vio antes de caer sin vida al suelo fue que los rasgos pintados ya no se encontraban en la pirámide de madera desnuda. Su corazón había dejado de latir.
El artefacto pinchó suavemente con sus agujas las plantas del cuerpo inerte. Acto seguido, las refundió en cables de acero con los que aseguró las piernas de Aratic. Sus ojos muertos, pero aún abiertos, parecían contener un mundo; ya no pudieron observar cómo Clang-clang giraba sobre sus ruedas arrastrando su cuerpo tras de sí, para comenzar el largo viaje de regreso.
Mucho tiempo transcurrió entre la muerte de Aratic y el momento en el que el artefacto llegó hasta el claro del bosque del que una vez partieron, con lo que quedaba de sus restos irreconocibles arrastrados por los cables. La pirámide cruzó el claro, que apenas había cambiado en todo ese tiempo, y se internó entre la vegetación unos centenares de metros más allá de los espacios donde Aratic aprendió a cazar para sobrevivir. Atravesando unos enmarañados muros de zarzas que él no llegó a ver, la pirámide alcanzó una inconmensurable llanura en mitad del bosque. Y toda ella estaba cubierta por líneas irregulares de rudimentarias cruces de madera clavadas en el suelo, que se contaban por miles. El silencio era absoluto, en contraste con los sonidos inquietos que, como inequívocos signos de vida, recorrían el bosque a cada segundo. Solamente el sordo ¡clang-clang! del artefacto alteraba la quietud del lugar, mientras rodaba por entre las cruces sin rozar ninguna. Al fin se detuvo ante una cruz torcida, que encabezaba un hondo agujero cavado en la tierra. El artefacto piramidal que una vez fue bautizado como ¡Clang-clang! arrojó los despojos del hombre a las profundidades del agujero. Después, los cables adoptaron una forma adecuada para remover el montículo de tierra que tenía a su lado, con el que cubrir aquella herida en el terreno.
Cuando terminó de allanar la tierra, el artefacto se dirigió hacia un charco de barro próximo. Hundió uno de sus apéndices y, con calculada lentitud, dibujó en su cara frontal unos burdos rasgos humanos. Después quedó completamente inmóvil.
Al cesar el sonido de sus mecanismos, un silencio completo cubrió de nuevo la llanura, como un inmenso manto invisible.
El sol recorrió la esfera del cielo en incontables ocasiones.
Nada ocurrió en la llanura durante todo ese tiempo.
Nada.
Justo al amanecer de un nuevo día, el artefacto piramidal comenzó a desplazarse sobre sus ruedas otra vez, acompañado de un monótono clang-clang constante.
Un llanto desconsolado llegaba desde el claro del bosque.