Era un pintor que compartía aficiones con la literatura. Enamorado de los paisajes andinos, apuraba en su lienzo los detalles de un ocaso singular. El rojo intenso del firmamento contrastaba con su diminuta figura que enfundaba a un cuerpo escuálido metido en su saco y su raído mandil, sobremanchado de mil colores. Su crecida barba prolongaba a su gusto el exagerado mentón, dando argumento a sus ávidos ojos, que devoraban con enorme deleite ese instante del firmamento.
Como es de suponer, el “poeta-pintor” privilegiaba al rojo que se deslizaba, goloso, sobre la tela. Rojo por aquí y más allá. El rojo tragaba al pincel, bañando a la tela y mordiendo al taburete. Rojo; más rojo, antes que se esconda este paisaje devorado por la noche. –Por favor, rumiaba con desesperación sólo para sí–, más rojo, ¡es preciso más rojo! Su pincel se meneaba al ritmo de su éxtasis, imparable, indomable. Pero el rojo se acabó antes de tiempo; entonces el artista, endiosado por el paisaje y engatusado de pasión, con extraño arrebato, tomó presto su navaja y de un tajo voló su índice derecho y, con el muñón sangrante, siguió pintando su original visión.
Cuando el crepúsculo tragó al Sol, en un taburete cualquiera quedó grabado, para siempre, el exquisito misterio de un anochecer andino. Al pie, yacía sin vida el escuálido cuerpo de un pintor que compartió su locura con la literatura. Entonces, inesperadamente, el astro rey, conmovido por tamaña idolatría, volvió a salir para rendir homenaje a su pintor. Fue la única vez que el día amaneció dos veces; por el Este y por el Oeste. Desde aquella ocasión, el Sol ya no es el mismo; ha perdido su brillo.
Han pasado los años. En algún rincón olvidado, sobre una tela empolvada por el tiempo, todavía supervive el misterio de aquel ocaso andino, cuyo Sol se… resiste a desaparecer.
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¿Por qué será que en los trópicos, la gente bendice el recuerdo de este pintor y, en los árticos, lo maldice?