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Donde la letra acecha

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Donde la letra acecha

J. R. M. Ávila

Aunque yo no lo había leído todo, Alberto jamás pudo derrotarme. Por más que me retara valiéndose de libros de cuentos olvidados, nunca consiguió anotarse un triunfo. Era natural: le aventajaba en quince años de lecturas.

Elvia intervenía cuando nos notaba acalorados. No vale la pena discutir por tonterías, mediaba. Pero al final siempre le concedía la razón a él aunque la tuviera yo. Alberto se disculpaba y se iba, sólo para regresar al día siguiente con nuevos retos. Por lo general la ironía y la burla plagaban mis victorias. Nunca noté que me excedía, que lastimaba hondamente a mi amigo.

Un día de tantos me desafió: No podrás descubrir al autor de este cuento. Sonreí burlón. Leyó una cuartilla y me miró de reojo. Dejé de sonreír. Media cuartilla más allá me volvió a mirar con una sonrisa de triunfo que ya no se le borró. Antes de que terminara, lo detuve, era suficiente. Los ojos le brillaban satisfechos. Por fin me ganaría una partida. Mi mujer, radiante, se sumó a su euforia. Entonces asesté el golpe: el autor de este cuento tan malo no puede ser nadie más que tú.

La ira transfiguró su rostro pero se contuvo ante la presencia de Elvia. Se despidió intempestivamente y se retiró. Pensé que lo había perdido como amigo, pero regresó tres días después. Me trajo una noticia insólita. Acababa de descubrir la existencia de un cuento cuya cualidad principal era que quien lo leyera quedaría muerto al finalizar su lectura.

Pensé que se trataba de una broma pero me mostró, en un libro antiguo, el ensayo que aludía al cuento. No se mencionaba nada de su tema ni de su trama. Se ignoraba quién lo había escrito. No se sabía si el efecto de la lectura había sido buscado o casual. Lo único que se daba por sentado era que el cuento existía y originalmente estaba escrito en español. Guardé silencio. Podía ser una patraña, pero si no lo era yo debía conocer el texto a toda costa.

En ese momento se despidió Elvia. Alberto me dejó pronto solo, con la inquietante noticia del cuento. Me parecía grandioso que alguien pudiera escribir con tal maestría. Porque si escribir un buen cuento era ya una proeza, lograr que tuviera un efecto letal en el lector era algo excelso. El peligro que implicaba leerlo pasaba a segundo plano.

Sin saber cómo, mientras pensaba en todo esto, me encontré leyendo un libro al azar. Llevaba leída media página cuando me di cuenta. Como mis pensamientos oscurecían la lectura, regresé al inicio y traté de concentrarme, pero fue inútil. ¿Y si ése era el cuento que mencionaba el libro de Alberto? Cerré el libro y lo dejé a un lado. Tomé otro y lo mismo, inicié la lectura sin llegar a concentrarme. Maldito Alberto, sólo a eso había venido.

A partir de aquel día ya no pude leer. Los insomnios me orillaban a permanecer en la biblioteca hasta que iba a la cama cayéndome de sueño. Tan apremiantes eran mis ansias de lectura que apenas cruzaba palabra con mi mujer. Por otra parte, Alberto se empezó a retirar. Me encontraba tan abstraído, tan ausente, que prefería conversar con Elvia o marcharse, hasta que dejó de visitarme. No me importó. Mi única preocupación era aquel cuento imposible.

Entonces empezó la pesadilla. Un largo pasadizo, oscuridad total. Una luz tenue hacia la cual avanzaba. Me enervaba escuchar mis propios pasos. Aún así continuaba. Al final del pasadizo, una luz, la más intensa de cuantas conocía. Poco a poco, mis ojos aturdidos y doloridos se acostumbraban a la embestida de la luz. Un espacio enorme con las paredes infestadas de libros cubiertos de polvo. Tomaba un libro, como si mis manos supieran que era el que buscaba. Un olor a encierro antiguo se desprendía de él. Me atrapaba desde la primera línea. Yo respiraba con dificultad pues el aire se poblaba de polvo. Pero no dejaba de leer. Extasiado ante las palabras, no podía detenerme. De repente me asaltaba la eterna duda: ¿Era acaso el texto buscado? Un escalofrío me advertía del peligro, sin embargo mis ojos parecían condenados, sin escapatoria. El temor no me permitía atender al contenido del cuento, que no me daba al menos una pequeña tregua. Leía sin remedio. El final se vislumbraba. Siete líneas más. Cinco. Tres. Dos. La sensación de caer a un precipicio me despertaba con la boca seca, como si hubieran echado arena en ella.

Las primeras veces buscaba a tientas a mi mujer. Olvidaba que ella dormía en otra habitación. Ajena a mi temor de la muerte al final de algún cuento. Empezar a leer y abandonar la lectura, esa era mi rutina. Como un coito interrumpido con la muerte. A tanto llegó mi ansiedad que me vi orillado a contratar un lector. No niego que tuve mis escrúpulos. Si mi lector moría al encontrar el cuento, ¿no sería yo culpable de asesinato? Pero luego me tranquilizaba: Nadie podría acusarme, excepto Alberto, y eso en el remoto caso de que llegara a relacionar el cuento con la muerte de mi lector.

Así, pretextando que me cansaba la lectura, contraté a mi lector. Tuve la suerte de encontrarlo excepcional. Un muchacho de menos de veinte años, estudiante de letras, que se embelesaba leyendo. La mayor parte de las sesiones se quedaba tiempo extra sin reclamar más pago que el acordado. Conforme terminaba de leer un cuento, iniciaba otro, sin darse ni darme tregua, hasta que no podía seguir escuchándolo. Se obstinaba en continuar pero lo disuadía poniendo como pretexto mi fatiga, sus estudios, sus ojos enrojecidos. Entonces, a regañadientes, tomaba sus libros y se marchaba. No era raro verlo sentado en el cercano parque, continuando la sesión por su cuenta, prescindiendo de mí.

Por ese tiempo descubrí un nuevo entretenimiento: hurgar en las librerías de usado. Para mi satisfacción, había más libros de cuentos que los que me imaginaba. De autores olvidados, publicados en ediciones ínfimas. No me cansaba de comprarlos ni mi lector de devorarlos. Yo escuchaba atento a los finales y a la reacción del muchacho. En vano.

Pero un día, mi lector me abandonó porque había terminado sus estudios y debía proseguirlos en otro lugar. De tal manera que cayó por aquí un escritorcillo que aún no publicaba y hablaba de sus escritos como del ombligo de la literatura. Poco a poco le fui cobrando rencor. Me resultaba insoportable tanta fatuidad. Nunca supe cómo era posible que alguien se la pasara hablando de sus cosas sin fatigarse y sin notar que fatigaba a los demás. Lo que más me fastidiaba era el aire de profesor que tomaba cuando terminaba de leer un cuento, intentando explicarme detalles que me parecían infantiles. Sin sospechar siquiera que el mejor comentario que de él esperaba era su muerte.

En tanto, mis pesadillas no me abandonaban. Mi sueño no se restablecía. Elvia continuaba ausente de nuestro dormitorio. Yo estaba satisfecho con la búsqueda y no extrañaba su compañía. Así que, durmiera donde durmiera, no me interesaba. Mi anhelo principal era el encuentro con aquella narración que no daba señales de existencia.

Entonces ocurrió. Una mañana, terminando de leer un cuento, mi lector se desplomó sin vida. Murió cumpliendo su cometido, lo cual por supuesto nunca supo. Me encargué de los funerales. Sus familiares me lo agradecieron. Sé que no me lo merecía, pero insistieron. Allá ellos. Los acompañé hasta que el escritorcillo estuvo debidamente sepultado.

Por extraño que parezca, mi urgencia de mujer renació aquella noche. Busqué a Elvia en uno de los dormitorios de la planta alta. Pero escuché voces y me detuve. Cuando las reconocí, me acerqué sigiloso. Oculto en mi silencio, escuché y escuché y no supe cómo me contuve. Permanecí así hasta que lo vi salir. No sentí nada. Era como si la traición se la hubieran hecho a otro y no me tocara en lo más mínimo.

Dejé pasar dos días y entonces le pedí a mi mujer que me transcribiera un cuento. Lo necesito para poner a prueba a Alberto, le dije, y ella se pulió. Fue un trabajo excelente, salvo por las dos letras que empalmó al golpear el teclado con el rostro. La acomodé bien sentada frente a la máquina, borré las letras empalmadas, y corregí. Saqué de la máquina la última cuartilla‚ la engrapé con las otras y me fui a la casa de Alberto.

Es el primer cuento que escribo, le dije, y quiero tu opinión. Leyó interesado de verdad, volteando a verme como diciendo: No pudiste escribirlo tú. Por supuesto, no pudo darme su opinión. Recogí el texto y lo rompí. Luego abandoné la casa sin dueño ya.

Hubo muchas sospechas sobre mí, pero nadie probó nada. Conservo el cuento en el libro. Espero no necesitarlo nunca más.

 

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