Era pleno verano y el pequeño pueblo estaba lleno de visitantes.
Hubiera deseado ser una turista más, para así poder disfrutar de sus últimas vacaciones con la mayor tranquilidad, pero los periodistas estaban en el puerto haciendo guardia desde el día anterior.
Viajaba con Mónica, su inseparable secretaria. Ella oficiaba de agente, representante, dama de compañía y hasta paño de lágrimas. Una suerte de hermana mayor. ¿Le diría antes de morir que en ella se había inspirado para crear a muchas de las heroínas de sus exitosas novelas rosas?. Pensó, desde una óptica trágico-romántica, decírselo en el lecho de muerte. Algo egocéntrico, tal vez, pero intuyó que así su fiel compañera se quedaría con un recuerdo más grato de quien más la quiso.
Mónica tenía fibra. Era una mujer admirable. Siempre alegre y dispuesta a solucionar cualquier inconveniente que se les presentara a ambas. Un poco frívola en cuestiones sentimentales, había tenido tantos amantes y pretendientes que difícilmente podría recordarlos a todos; totalmente opuesta a Alejandra, quien, viuda desde hacía diez años, jamás había vuelto a salir con ningún hombre en plan de conquista. Además, "a mis sesenta y dos años el corazón se pone un poco reacio para esas cosas", solía decir, provocando la alegre risa de Mónica, que retrucaba: "Qué queda para mí, que cerca de los setenta sigo buscando a mi príncipe azul". Y lo gracioso era que desde hacía mucho tiempo Mónica se encontraba cerca de los setenta, pero su espíritu seguía siendo el de una adolescente ávida por vivir el presente.
La historia de Alejandra, con tantos éxitos en su carrera como escritora de novelas románticas, era demasiado sencilla comparada a la misteriosa versión que Mónica, para ayudar a dicho éxito, se había encargado durante años de difundir en los medios periodísticos. Ello, sumado a su introvertido carácter, la llevó a convertirse en un misterioso personaje de la farándula, con ficticios romances e inexistentes casamientos de incógnito que la disgustaban por lo absurdo, pero que terminaban por divertirla.
Había triunfado a los veintidós años con una novela que conquistó al mundo, "Exilio en Venecia", y a partir de allí los éxitos se habían sucedido de manera asombrosa, colocándola en el pedestal de los escritores románticos.
"Alejandra Duval podría considerarse una escritora más de esa camada que relatan romances perfectos y que mes a mes llevan alegría a mujeres que sueñan comparar sus vidas con esos textos. Sin embargo, y aunque sus obras se venden en formatos de bolsilibros, fotonovelas y en capítulos continuados en las llamadas ‘revistas del corazón", debe reconocerse que su manera de escribir, el arte con el cual maneja las letras y las situaciones que su imaginación genera, la hacen única en su estilo", comentaba la crítica de una afamada revista internacional, que agregaba: "Además, la misma realidad de Alejandra Duval ayuda a su creatividad, ya que muchas de sus historias podrían ser el reflejo de su romántica y apasionada vida privada, que al mejor estilo de una Agatha Christie rosa, se las ingenia para mantener oculta tras un hermético misterio".
¡Romántica y apasionada vida! Nada más alejado de la realidad, se decía cuando leía esos artículos. Sólo una vez vivió un romance así, como el que inmortalizaba en sus trabajos. Y fue justamente en ese pueblo, Cabo Vientos, cuando era una jovencita dispuesta a beberse la vida de un trago, disfrutando cada momento, como aún lo hacía Mónica, o de manera más vehemente todavía.
Recordó el lujoso hotel Alterio, el fantasmagórico y maravilloso carnaval de Cabo Vientos, las suntuosas fiestas en las villas residenciales, la caballerosidad de los galanes de aquella época, la elegancia y distinción de las damas… y Augusto.
Conoció a Augusto justamente en uno de aquellos saraos de carnaval. Una fiesta de máscaras a la que asistió vestida como dama antigua. Estaba hermosa aquella vez, lo supo al ser una de las más requeridas a la hora del baile. También lo supo cuando Augusto la eligió entre todas las que, a su vez, suspiraban por la arrogancia y el masculino encanto del joven latino.
Era un hombre excepcional el joven Lombardi, moreno y decididamente varonil en cada uno de sus rasgos y movimientos, dueño de una personalidad tan avasallante como cálida y, se decía, hasta procedente de una familia con mucho abolengo, lo que por entonces representaba un encanto extra para las jóvenes casaderas. Tanto Alejandra como sus compañeras del colegio de señoritas suspiraban por hombres así al ver, durante las matinés de los domingos, películas de Errol Flyn, Arturo de Córdova y aquellos galanes del celuloide en blanco y negro.
Había ido hacía ella lentamente, mirándola de una manera especial a través del antifaz de terciopelo negro, y sin pedírselo la llevó a bailar de manera imperante pero gentil, para no separarse más de su lado durante aquel inolvidable verano.
De su boca oyó las palabras más sugestivas, de sus labios conoció los besos de un hombre, de sus manos la lujuria y la sensualidad, y en su cama dejó de ser niña para convertirse en mujer. Con él comprobó por primera vez que el corazón es más que un músculo.
Toda la situación era como el cuento de hadas perfecto. Ella lo amaba, él la adoraba y en ese inmenso cariño que los había unido en tan pocos días vivía la dulce sensación de que jamás dejarían de ser jóvenes, de que nada les faltaría si se tenían el uno al otro.
Pero tanta felicidad no podía durar por siempre, y cuando la dicha de los jóvenes enamorados barría con todos los límites, ocurrió la tragedia.
El lado sádico del destino, tal vez herido por la perfección de aquel romance, dio vuelta la moneda en la forma de dos asaltantes anónimos. La valentía del joven por proteger a su amada; los disparos quebrando la oscuridad con rojos fogonazos, actuando a modo de sujeto y predicado de violentas oraciones que tornaban en tragedia a una simple y ordinaria historia de amor. El cuerpo de Augusto cayendo pesadamente, mientras los pasos de sus asesinos se apagaban en un lejano eco que se perdía en la noche.
Como epílogo, la muchachita llorando desconsoladamente, invadida por la impotencia y la desesperación de ver su dicha quebrada en cuestión de segundos mientras el río escarlata que fluía de aquel pecho tan amado quemaba sus delicadas manos, manchando el vaporoso vestido de verano.
Aquello la marcó para toda la vida y al partir de Cabo Vientos dejó en sus calles, en sus plazas y en su puerto, a la joven alegre que ya no podría ser. Una vez de regreso con los suyos dejó tácito su sufrimiento, pero constante en su memoria.
Se casó con Félix, su enamorado de siempre, a quien le dedicó sus mejores años, retribuyéndole su amor con cariño y gratitud, pero con la dolorosa infidelidad que representaba la eterna presencia de aquel fantasma que parecía decidido a no dejarla y que ella, con una sensibilidad que rayaba entre el masoquismo y la demencia, se resistía a dejar partir.
Nunca tuvo hijos, no pudo tenerlos, pero la memoria de Augusto la llevó a escribir y así nació "Exilio en Venecia", situando su romance en la legendaria ciudad italiana que ambos visitarían en la luna de miel, según lo habían planeado durante su idilio.
Dicen que la falta de paz inspira a los autores y los lleva a crear sus mejores obras. Ese factor le sobraba a Alejandra y así, empeñada en aferrarse secretamente a su trauma, a su pesadilla, canalizó el dolor y la frustración en una novela tras otra. Ellas fueron los hijos que nunca pudo tener.
Tras tantos años regresó a Cabo Vientos, el pueblito turístico donde fuera feliz como nunca, con la velada ilusión de encontrarse consigo misma.
Había tenido una profunda aversión por ese lugar, era un sitio maldito, pero ahora, tan cerca del final, la imperiosa necesidad de recorrer otra vez sus calles y respirar los resabios de aquel aire de su pasado la había llevado a tomar la determinación de volver.
Pocos meses atrás los médicos le habían dado la mala noticia. Sólo a ella. Ni Mónica ni sus familiares sabían de su enfermedad y que nada podía hacerse para curarla, tan sólo esperar. Lejos de entristecerse, Alejandra sintió algo muy confuso pero no distante de la felicidad, ya que su muerte bien podría significar la hora de un reencuentro largamente anhelado.
Durante la temporada estival Cabo Vientos se convertía en una pequeña capital insomne. Sus calles, fuera la hora que fuera, siempre estaban llenas de gente, al igual que sus salas de fiestas, sus posadas, sus comercios. Y a pesar que los periodistas pululaban en busca de famosos personajes con los cuales colorear sus informes, con una simple peluca y gafas de sol Mónica se las había arreglado para conseguirle a su amiga un anonimato completo, que le permitía pasear sin ser detenida a cada momento para responder sobre su "misteriosa vida" y posar para las cámaras.
Fue uno de esos días, mientras curioseaban entre los puestos de un improvisado mercado, cuando Alejandra lo vio.
– ¡Augusto! -gritó de repente, sorprendiendo a Mónica, que le comentaba sobre el flirt que nacía entre ella y un acaudalado viudo alojado en el antiguo hotel Alterio.
Ajena a la confidencia de su amiga, Alejandra sólo observaba al joven que ante su llamado detuvo su paso en medio de la atestada peatonal, volviéndose lentamente hasta que sus penetrantes ojos negros se encontraron con su anhelante mirada, al tiempo que los sensuales labios se curvaban en una tenue sonrisa. ¡Cuán parecida era aquella sonrisa! ¡Cuán parecido era su rostro, su porte, su cabello!
– ¿Qué te pasa, Alejandra? -inquirió Mónica, sin poder ocultar el temor que le produjo ver la ansiedad pintada en el semblante de su siempre tranquila amiga.
– ¡Es Augusto! -musitó.
– ¿Qué Augusto?
Pero Augusto, su fantasma, la simple ilusión de una mujer sugestionada o aquel extraño joven que solamente se le parecía, ya no estaba allí.
– Augusto -murmuró desfallecida, buscando con la vista entre la muchedumbre-, creí que era Augusto.
En el hotel, Mónica la obligó a relatarle la historia del tal Augusto, pero Alejandra se limitó a contarle una versión que nada tenía de interesante. Un amigo al que había dejado de ver hacía muchos años y que creyó reconocer en un hombre que paseaba por la peatonal. Mónica receló de aquella respuesta, mas luego dejó de preguntar al respecto y en silencio Alejandra se lo agradeció.
Bebía el té en la terraza del hotel. Desayunaba sola ya que Mónica regresó tarde de su primera salida con el viudo que la cortejaba y aún dormía. Fue cuando volvió a verlo.
Con elegante y casi felino caminar se destacaba entre la multitud, cruzando la plaza entre las palomas que levantaban vuelo a su paso. Tirando el servicio al piso y sorprendiendo a todos los comensales, Alejandra salió corriendo del lugar, bajando las escaleras desesperadamente y dirigiéndose hacia el lugar donde lo había visto desaparecer. Se quedó de pie en la entrada de la galería que cruzaba por debajo a la ancha peatonal de Cabo Vientos, en cuyo oscuro interior divisó la alta silueta.
– ¡Augusto! -gritó aferrándose a la pared.
El hombre se detuvo para mirarla desde la penumbra durante interminables segundos, sin que ella atinara a avanzar ni a decir otra cosa. Las piernas no le respondían y su voz tampoco. Lentamente, la figura comenzó a acercarse, haciendo oír sus pasos en el eco de la galería.
– ¿Augusto? -preguntó ahogadamente cuando lo tuvo a escasa distancia, pero aún sin poder ver su rostro.
– Mi nombre es Augusto -contestó con aquella voz tan particular e inconfundible- ¿Quién es usted?
– Yo… soy Alejandra -respondió, como si con ello lo dijera todo-, me llamo Alejandra Duval -agregó, dándose cuenta que su fantasía estaba llegando demasiado lejos.
– ¿Alejandra Duval… la escritora? ¡Vaya!, ¿Es que me conoce usted, señora?
En ese momento, con la luz del día iluminando el moreno rostro, su desconcierto aumentó. A pesar de los años de devoción a ese cariño de juventud, a pesar del dolor que ni el éxito, el matrimonio y las mil experiencias de tantas décadas habían podido hacer desaparecer, le fue imposible recordar con claridad las facciones del Augusto que se había apoderado de su corazón una vida atrás. Eso la sorprendió mucho ya que no era posible que olvidara en un segundo aquella cara que la había acompañado durante tanto tiempo en la entidad de un amado espectro.
Tal vez el corte de cabello, más a la moda, o la inexistencia del prolijo bigote que su Augusto lucía… En el ambiguo sentimiento que la invadió, donde no podía recordar con claridad a su prometido, debió o simplemente se le antojó reconocer que el joven que tenía delante de ella se le parecía demasiado.
– Yo… creí que era un viejo amigo -dijo tras un largo silencio-, pero veo que usted es demasiado joven.
– Pero me llamó por mi nombre.
– Es que era tan… tan parecido a usted.
– ¿Se llamaba también igual, Augusto… Augusto Lombardi, por casualidad? -el nombre y el parecido eran una impresionante coincidencia, pero el apellido…
– ¿Su padre se llamaba Augusto? –preguntó, preparada para creer en cualquier cosa.
– Sí, Augusto Lombardi, como yo, y aunque murió cuando yo era muy niño sé que éramos bastante parecidos. ¿Fueron novios?
– No, no, sólo fuimos amigos -se apuró por responder.
– ¡Oh!, disculpe mi indiscreción, pero no se preocupe, él hubiera tenido derecho ya que mi madre murió al nacer yo.
– Lo siento, no lo sabía.
– No hay cuidado, fue hace mucho tiempo.
No podía apartar sus ojos del moreno rostro de aquel gallardo joven. Tampoco podía dar crédito al descubrimiento que acababa de hacer. Nunca supo que Augusto era un joven viudo cuando lo conoció. Pero recién entonces, luego de cuatro décadas, cayó en la cuenta de que poco y nada sabía de la historia de Augusto.
– Debe haberla querido mucho, señora Duval –opinó, mirándola de aquella manera tan inocente y masculina a la vez.
– ¿Su hijo? ¡Vaya! La realidad supera a la ficción -exclamó Mónica cuando Alejandra decidió contarle la verdad de aquella historia.
– ¡Si hubieras conocido a Augusto, Mónica! Créeme, ninguno de los galanes de mis historias podría comparársele.
– ¿Ni siquiera Arturo Botardi, el de "Exilio en Venecia"? ¡Oh! ¡Arturo Botardi… Augusto Lombardi! ¡Ya noto el parecido fonético!
– Intenté que Arturo Botardi se pareciera a Augusto Lombardi. Esa novela, querida Mónica, es como un diario para mí. No imaginas la emoción que siento al haber conocido a ese joven. ¡Es tan parecido a mi Augusto!
– Hasta podrías considerarte como su madre.
– Ya había nacido cuando su padre y yo nos conocimos. Su madre murió al dar a luz, de eso me enteré hoy, él me lo dijo. Nunca supe esa parte de la historia de Augusto; lamento tanto haberlo ignorado ¡Me hubiese gustado tanto criar a su hijo!
– Esto podría terminar convirtiéndose en la segunda parte de "Exilio en Venecia", Alejandra, ¡sería un best seller seguro! -comentó entusiasmada.
– Ni lo pienses, Mónica, es algo muy personal como para lucrar con ello.
– No sólo se trata de lucro, Alejandra, recuerda que tu trabajo lleva ilusión a muchas personas, ayuda a soportar muchas vidas vacías.
– Yo tengo una vida vacía, Mónica -dijo ácida.
– Mi querida amiga -contestó con aquel gesto maternal que tan inteligentemente sabía usar para borrarle cualquier amargura-, puedes tener lo que quieras, realmente todo lo que quieras, pero jamás una vida vacía, no mientras la vieja Mónica esté contigo. Pero tienes razón, fue una mala idea.
Tal vez no fuera tan mala la idea de Mónica, o tal vez sí; lo cierto es que ya no escribiría otra vez. Su última novela era la que actualmente se vendía en todas las librerías del país. Pero para qué entristecer a su mejor amiga diciéndole que estaba viviendo sus últimos momentos.
"Es su corazón, señora Duval", le habían dicho los médicos, "está muy cansado. Debe hacer vida sedentaria, no emocionarse, no disgustarse…".
"Pero en defintiva me queda muy poco tiempo, ¿verdad?", había preguntado con aquella entereza que siempre tuvo. "Me gustaría decirle que no es tan así, pero es muy posible. De todos modos, le ruego que haga una vida tranquila, su muerte puede ocurrir hoy, mañana, o tal vez en meses. Lo bueno es que en ningún momento sufrirá, será tan rápido que no se dará cuenta de lo que ocurre. Es una buena muerte, señora, sobre todo para quien ha vivido tanto tiempo escribiendo sobre las cuestiones del corazón".
Sí, en realidad era una buena muerte.
Alejandra miraba muy emocionada el álbum familiar que Augusto le había entregado tras el almuerzo. Los Lombardi habían sido una de las familias más importantes de la región y así lo demostraba la vieja casona en la que vivía, de estilo antiguo, algo solariega, pero con tanta historia en sus muros.
– Es tan impresionante el parecido que en ciertos instantes me parece estar con tu padre en vez de contigo.
– Sí, he de reconocer que somos como dos gotas de agua. Fueron novios, ¿verdad?
– Tuvimos un romance muy especial. De no haber muerto, creo que nos hubiésemos casado.
– No lo dudo, senora Duval, es usted una mujer muy hermosa y muy agradable. Presiento que mi padre debe haberla amado muchísimo.
– Él era muy especial, bastante reservado, pero me bastaba saber que me quería. Ni siquiera supe que tenía un hijo.
– Y soy el último de los Lombardi, senora Duval.
– Llámame Alejandra, por favor, siento que ya somos amigos.
– ¡Por supuesto que lo somos, Alejandra!
Escuchar su nombre en la voz de aquel apuesto joven, tan parecido al Augusto que ella había conocido, le llenó el pecho de emoción. Se esforzó en no demostrarlo y para simular bebió otro sorbo de vino, mientras los oscuros ojos se mantenían fijos en cada uno de sus movimientos, como queriendo decirle algo.
– Tampoco te has casado. Por lo que veo vives bien y no han de faltarte candidatas.
– Soy algo quisquilloso al respecto, creo que estoy esperando a la mujer indicada. Tras haberla conocido a usted creo que me volveré más quisquilloso aún. Realmente me gustaría conocer a alguien como usted, Alejandra, para vivir un romance tan apasionado y entrañable como el que vivió con mi padre. ¿Se casó alguna vez?
– Sí, me casé con un buen hombre. A mi manera lo quise mucho, pero no como a tu padre. Mi marido murió hace diez años y ya no volví a formar pareja. Se llamaba Félix, fue el segundo hombre en mi vida.
Le pareció notar entonces un aire de pesar en el semblante de su anfitrión, y aunque lo vio esbozar una sonrisa amable, ésta no le llegó a los ojos.
– ¿Tiene hijos, Alejandra?
– Nunca pude tenerlos, creo que eso no le hubiera gustado a Augusto. Él quería tener muchos hijos.
El joven se puso de pie y fue a sentarse junto a su invitada, apresándole tiernamente las manos y mirándola de una manera inquietante.
– Eso no habría importado. Después de todo ya me tenía a mí y de querer más niños habría adoptado ¡Hay tantos huérfanos en el mundo!, ¿no cree?. Mi Padre sólo habría querido estar con usted, estoy seguro de ello.
Alejandra besó su mejilla muy emocionada y sin poder evitarlo soltó el llanto con el rostro apretado contra el pecho masculino, mientras la mano del muchacho le acariciaba la cabeza.
– Amé mucho a tu padre y nada me hubiese gustado más que convertirme en tu madre, en criarte, en hacerme cargo de ti. Nunca supe que él tenía un hijo
– Pues ahora lo sabe y quiero que nunca lo olvide. Tiene en mí a un ser querido y las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para usted.
El baile de máscaras era una tradición del hotel Alterio. Mónica estaba feliz de poder disfrutar de algo tan típico y se empecinó firmemente en llevar a Alejandra.
– No, Mónica, prefiero quedarme aquí y hacer algunas llamadas telefónicas.
– Llama mañana o pasado, Alejandra, esto es una fiesta y hay que divertirse.
– Ya estamos viejas para esas cosas.
– ¡Viejas! Es un baile de disfraces, una fiesta ideal para esconder canas, ñañas y arrugas. Hay que divertirse, así que vamos y punto. Cerca hay un cotillón que alquila disfraces y ya elegí el mío; es de domadora de circo, con muchas transparencias y lentejuelas. Quedan varios ideales para ti, pero el que más te quedaría es uno de dama antigua, con miriñaque, escote a la francesa y una enorme peluca albina ¡Quedarás sensacional!
– ¿De dama antigua? -preguntó sorprendida.
– Sí, de dama antigua y ya te lo reserve.
– Es que en realidad no tengo ánimos de…
– ¡Basta! Vamos a ir y nos vamos a divertir como locas. De otro modo no sólo van a decir que somos viejas… ¡sino que además somos lesbianas! -y la alegre carcajada terminó por convencerla.
La fiesta era una bacanal de alegría. Tenía algo de gótico, como el carnaval veneciano, y una lujuria dulzona podía respirarse en el ambiente. Nadie exponía su rostro y las máscaras no sólo ocultaban rasgos y algunos gestos, sino también muchas inhibiciones.
Los carnavales de Cabo Vientos eran realmente muy especiales, Alejandra lo sabía muy bien ya que allí encontró el inicio de su pasión y también, sin buscarlo, el ángel de su exitosa carrera.
Qué afortunados son aquellos que viven de lo que les gusta hacer. Claro que aquella carrera no era otra cosa para la famosa escritora que una válvula de escape ante la frustración de un amor quebrado por el destino. Además, en sus obras podía inventar todos los finales felices que tanto hubiese querido darle a su vida. Una diminuta revancha que tenía el lujo de darse como dueña de la pluma.
El todavía hermoso cuerpo de Mónica, enfundado en el exótico traje de domadora, tenía obnubilado al viudo que se había cruzado en su mira. Era ella, Mónica, con su jovialidad y su eterno espíritu festivo, lo único que en medio de aquel baile de máscaras le recordaba a Alejandra que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo en Cabo Vientos.
Con aquel vestido a la francesa, la peluca blanca y el antifaz de plumas, recordó, pero como si se tratara de otra persona, a la jovencita ingenua que en viaje de fin de estudios llegó al pintoresco pueblo donde conoció el amor y también el dolor.
De repente aquellos pensamientos parecieron materializarse al ver al caballero de negro. Una imagen como aquella sólo podía existir en un sueño y sin embargo ella estaba despierta y lo estaba viendo. Arrogante, elegante, mirándola con aquella expresión enigmática que parecía acecharla con extraños y subyugantes presagios desde el otro lado del antifaz.
– ¿Baila, Alejandra?
Y la voz, tan varonil, tan inconfundible y tan igual a la de su amado. ¿Era un retroceso en el tiempo? ¿Había iniciado una suerte de viaje astral al aceptar ir a la fiesta, o simplemente el joven Augusto Lombardi era un calco exacto del hombre que ella había amado?
Por un instante, sólo por un instante, creyó o quiso creer la primera posibilidad. Había viajado en el tiempo solamente para compartir con su amado una vez más aquel vals tan de moda durante el inolvidable verano.
Todo se había tornado en algo mágico esa noche, desde el vestido que usaba, tan idéntico al de aquella otra fiesta, hasta la extraña ilusión de ver su mano, huesuda y con las manchas del tiempo, convertida en la de una adolescente mientras los dedos de su compañero la presionaban con turbadora suavidad. Incluso juraría haber visto brillar en su anular aquel anillo demasiado querido por ella, muy parecido al que Augusto le regalara aquella misma velada y que le fuera robado la noche en que él había muerto.
La sensualidad con la que el joven Lombardi la guiaba en el baile la sedujo por completo y no pudo negarle aquella pieza, ni dos, ni tres, ni todas las que la orquesta del hotel tocara.
– ¿Dónde te metiste? -preguntó Mónica algo enfadada al entrar en la habitación y verla tendida en la cama, aún con el vestido puesto y la mirada perdida en el techo.
– Estuve bailando -le respondió sorprendida. Estaba segura de que su amiga la había estado observando un largo rato en el salón.
También temió que pensara algo morboso con respecto a su amistad con el joven Lombardi. Algo que ella misma trataba de evadir de su mente, sin mucho éxito.
– ¿Con quién? -respondió algo sarcástica- Con Aldo, "mi viudo", te habíamos conseguido un caballero muy distinguido que admira tu obra y nos insistió en que los presentara. Es muy guapo y está divorciado.
– Estuve bailando con Au… con el hijo de Augusto.
– ¿Cuándo? Lo vi casi toda la noche bailar con una jovencita. De hecho, estaba vestida casi como tú.
Alejandra se sorprendió.
– Bueno… bailamos un vals.
Mónica, que se quitaba el disfraz, replicó.
– No me engañes, te has venido aquí en cuanto me descuidé. Eres incorregible.
No dijo más nada. Mónica solía ponerse insufrible cuando algo se le metía en la cabeza y ella estaba demasiado confundida como para discutir sobre algo que, de pronto, no podía comprender.
Pero había estado y se había sentido muy bien, tan bien como hacía mucho tiempo no se sentía, quizá demasiado. Aunque la sensación era un tanto difusa a la hora de analizarla. Podría asegurar, no sin algo de vergüenza, que se había sentido joven otra vez, que había reído de cosas estúpidas y que se había embriagado con aquella penetrante mirada. También el rubor ganó su rostro ante aquellos susurros y su ser se estremeció con raro placer al sentir las fuertes manos apretándola contra el viril cuerpo, mientras danzaban los cómplices y caprichosos temas que tocaba la orquesta de músicos enmascarados.
Por la mañana la despertó una sutil molestia. Al llegar al baño se convirtió en un dolor que se reflejó en la lividez de su rostro. Supo que nuevamente el destino surgía en su vida con aquel sarcasmo cruel, como un famélico caníbal ávido de fagocitar su felicidad con feroz egoísmo.
¿Qué haría? El comienzo de su final estaba allí, en aquella puntada en su corazón. No necesitaba ninguna otra señal para darse cuenta de que su hora había llegado.
Otra puntada, más aguda, la dobló en dos y se precipitó contra el suelo. Pero no llego a caer. Dos fuertes brazos la sujetaron por la cintu