Ahí te quedas. ¡Y…, para siempre! —amenazó furioso, el Flaco Nicanor; luego, mirando el mismo lugar, agregó— te quedas con tus caprichos. ¡Todo terminó entre nosotros!—. Y para asegurarse de que había hablado con claridad, reiteró con cierta arrogancia—. Nunca más a mi lado. Nunca más caminado juntos. A partir de hoy, ¡ABRIDORES! —Dio media vuelta y salió a la calle a pasos largos. Fuera, comparó su furia con la inmensidad de la gente. Era insignificante. Se sintió ridículo por la insolencia con que había actuado.
Mientras ganaba espacio, ladraron en sus oídos la dureza de sus palabras, Nunca más a mi lado. Nunca más caminado juntos… Por eso pensó que no había posibilidad de volver a buscarla. En este punto, ya había culminado la calle de todos los días. Se encontraba en la esquina, en la cual, con ella, acostumbraban voltear a la izquierda. Sin embargo, esta vez, dobló a la derecha, para sumergirse por una callejuela extraña. Al menos, era el camino más directo para escapar con prisa hacia ninguna parte. Se sentía envuelto en sí mismo, vacío, como sin existencia, recordando las ocasiones que habían compartido las caricias de la luna hilvanando, juntos, los compases de una canción para tragarse el sabor del mismo dolor. Pero la gente veneraba esa capacidad de entendimiento cuando ejecutaban primorosos falsetes que pronto se hicieron famosos por estas tierras; pues lograban seducir a todos, menos a ellos mismos, porque estos prodigios los reproducían de lunes a domingo, y cuantas veces querían.
Para saborear su total libertad, en adelante tendría una sola preocupación: Él; y, nada más que él. Una ocasión para gozarla lentamente, sin desperdiciarla, a sorbos, de a pocos, como un trago fino, hasta la última gota.
En este punto, recordó haber leído alguna vez la historia de una flecha que quiso ser libre. Tan intensa era la ilusión de la flecha por ser libre, que hizo hasta lo imposible por salir de la flechería. Por fin le tocó el turno de ponerse frente a la cuerda del arco. El arquero, levantando el brazo hacia lo alto, templó al máximo la cuerda y…, soltó la flecha. Ésta, feliz…, ya en el aire, empezó a gritar: ¡Libre, soy libreee, por fin…, libreee…! Entonces, el arco le respondió, “Mentira, no eres libre. Aun en el aire, dependes de mí, porque llevas la dirección y la fuerza que yo te he dado”.
El Flaco Nicanor quería desmentir la historia de la flecha. Demostraría que es posible independizarse de las cadenas del pasado. Por eso se entregó, sin control, al trago, al tabaco y a las mujeres…, o no necesariamente en ese orden; pues, el turno de los factores, nunca alteró al producto. Sin embargo sus interlocutores, con agobiante letanía, preguntaban por su compañera de siempre. Que dónde estaba, que por qué tan solo, qué había ocurrido, que no era posible después de tánto tiempo, que debería buscarla, que no sea vanidoso y otros porqués a los que Nicanor, aprendió a explicar sin aclarar nada.
II. LA UÑA Y LA MUGRE DEL SALÓN
Cierto día, Nicanor se cruzó con un amigo a quien no veía desde su infancia. Era el amigo íntimo, de esos a los que uno no olvida jamás. Se abrazaron con exagerado júbilo. Después del saludo inicial, de rato en rato, se palmoteaban los hombros reiterando su alegría por ese feliz reencuentro. Recordaron de todo, hasta de Cristal, la primera enamorada del Flaco Nicanor. Es cuando a éste se le removieron cada uno de sus doscientos ocho huesos. Habían tocaron su lado flaco.
—¿Qué…? —dijo incrédulo—, ¿haz visto a Cristal? ¿Está aquí? ¡Regresó de Madrid! ¡No, no lo puedo creer! Mi dulce Cristal, en Lima. Dios mío, ¿qué hago?
—¡Cálmate Nicanor, por favor, cálmate! —recomendó el amigo, y luego, agregó— Es más…, quiere verte; o mejor dicho, “QUEREMOS VERTE”.
—¡¡¡Me… quiere… ver!!! —apenas musitó, acentuando cada palabra, como un tímido susurro, mezclando su asombro con un poco de vanidad. Luego, cruzó el índice derecho sobre sus labios, para que no le oigan queriendo que le oigan los demás. Esta actitud anuló la segunda parte del mensaje “QUEREMOS VERTE”. Por eso, escuchó sólo lo que quiso escuchar. Lo demás, ya no le importó.
Sacudido por sus pasiones, retiró bruscamente la mano de la boca y se dejó llevar por su contenida emoción. ¡EXPLOTÓ! Es decir, estalló como un loco, pero de contento, carcajadas y llanto; entre su fantasía y la realidad— ¡Mi amada, me quiere ver! —repetía— ¡Mi adorada ha venido a buscarme! ¡Ella no puede vivir sin mí! ¡Por fin se dio cuenta que somos el uno para el otro! —Sus ojos chispeaban de júbilo y sus palabras se atropellaban unas con otras, sin control—. Llegó la hora de reconciliarnos —repetía emocionado—. Tenemos que casarnos. Le daré hijos. Una docena. Veinte. Mejor cien hijos. Hijos, más hijos, entre ella y yo. Muchos hijos, hasta llenar la casa. Todos los hijos del mundo—. Y mientras sacaba sus propias conclusiones, corría de una mesa a otra, alrededor de su mesa, moviendo las sillas, bebiendo de su vaso, de todos los vasos, hasta de la botella, como un festín de ilusiones, invitando a unirse a su fiesta, fiesta… ¡Fiesta fiesta fiesta!
Después de un breve silencio, siguió hablando: Amar no es mirarse a los ojos, es mirar juntos el mismo horizonte. Sólo entonces, la palabra “amor” es inmortal porque se nutre en el presente de lo pasado y del futuro. Así, amar ya no es historia, sino puro sentimiento, y tiene la fuerza para adorarla nuevamente hoy viviendo otra vez el ayer, muchas veces más, cuantas veces queramos, alimentando las perspectivas del mañana. Como consecuencia, su amor es para siempre. Cristal de mis ilusiones…, ¡mi dulce Cristal! Y…, ¡me quiere ver!— concluyó con extraña ternura mientras cerraba las páginas de un imaginario libro de amor.
De pronto, entrecerrando y poniendo los ojos a un costado, empezó a desatar los nudos del mensaje, uno a uno, repitiendo palabra por palabra, receloso…, como si en su inconsciente se hubiera subrayado, repentinamente, la segunda parte del recado, “Te queremos ver”. Qué ¡¡¡QUÉ…, QUÉ!!! —Estalló frenético. —Cómo es eso de ¿TE QUEREMOS VER? ¡Gordo desgraciao! ¡A ver, aclara de una vez! ¿¡CÓMO ES ESO DE QUE QUIEREN VERME!? ¡EXPLÍCAME, SI PUEDES!— masticó.
—¡Cálmate hermanón, cálmate!
—¿Hermanón? ¡Tá lejos… vón!
—¡Cálmate…, cálmate! ¡Primero, escucha!
—¡Ya! ¡Qué me vas ha decir! ¿Qué las gallinas son cóndores? ¿Cuál es tu argumento para disfrazar tu traición? ¡Estoy entendiendo todo! ¡Mi amigo íntimo, sacándome la vuelta! Lo de siempre. La historia se repite. ¡Se repite, una vez más!
—No; no es así —insistió el amigo—. Recuerda que ustedes fueron enamorados un solo día. En abril de hace diecisiete años, para ser más exacto.
—¡Qué bien que llevas la cuenta!, ¿verdad? Pero sabías que la amaba.
—Es cierto, la amabas, en tiempo PASADO, y platónicamente. Pero nunca me preguntaste por mis sentimientos.
—¡Tus sentimientos?
—Claro; mis sentimientos.
—¿¡Qué hay con tus sentimientos!?
—Es que yo también la amaba, y la sigo amando.
—Pero no como yo. ¡La amé como a nadie!
—No seas vanidoso. Sólo te importas tú. Crees ser el único que tiene sentimientos. Sigues siendo egoísta. ¿Por qué no te esfuerzas un poco y ves más allá de tus narices? ¡Anda, inténtalo!
—¡Lo estoy intentando! Y, sin embargo, cuanto más analizo, confirmo que eres un sucio y vil ¡traidorrr! Tú, llevabas mis cartas de amor y las flores que compraba con mis propinas. Tú le decías cuánto la amaba y le entregabas los acrósticos que escribía para ella. Tú me ofreciste que le convencerías para que me acepte como enamorado. Y, según tú, también te encargarías de hacerme buena imagen ante su madre. ¿¡Y!? ¡NADA! ¡AL FINAL…, NADA, DE NADA! Resulta que mi buen amigo trabajaba para su propio beneficio. Y yo pagaba las entradas al cine y al teatro, las palomitas de maíz, los helados y los chicles…, para que la besaras mejor.
III. EL OTRO FLACO NICANOR
Qué inocente soy, o mejor diciendo, ¡ERA! —Aquí, Nicanor se hundió en una silla con los brazos caídos a los costados y las piernas rectas, sin rodillas, como dos maderos. Era otra persona. Hasta su joroba se encorvó con exageración para quebrar su huesuda espalda. Su rostro, ensombrecido, acentuaba todavía más a su descarnada figura, que se tornó conmovedora cuando tomó su pañuelo para secar el sudor de sus ojos. Luego, a su quebrada imagen, trató de imprimirle dignidad sin conseguirlo, pero lo intentó insistiendo, con voz entrecortada, en beber la última porción de licor que quedaba en el fondo de las copas; pero este vano intento resultó una desafortunada imitación de gran señor que tuvo el efecto de arrojar escombros sobre los huesos de su cuerpo, y, hasta sobre sus sentimientos. Luego, como un muñeco, tomó su chaqueta marrón y su viejo sombrero para huir de ese lugar, mientras su amigo le decía: Estamos alojados en el Santa Fe. Nos casamos mañana. En la Iglesia del Pilar. A las siete de la noche. Te esperamos. No faltes.
Las dos últimas palabras las escuchó, apenas, ya al borde de la calle; pero, herido como estaba y aun cuando la intención del amigo fuera otra, él las interpretó como una burla; una burla ruin y baja, como una estocada innecesaria al vencido. “No faltes”, repitió en su mente, y no sé por qué, su soledad se hizo más silenciosa, su corazón de vistió de noche y su orgullo de penumbra. Habían desaparecido la bizarría en su mirada y la mueca de suficiencia de sus labios. La verdad fue que, siguió caminando… y… caminando, mientras las gruesas gotas de la lluvia invernal se hundían con facilidad entre su ropa, bañando la tela y a la miseria de sus pensamientos, para reivindicar al hombre que todavía quedaba en ese espantajo, quien, agobiado por la herida de su orgullo, nunca antes pisoteado, más, adormecido por el abundante licor ingerido, y quien sabe, por no saber a dónde ir, se quedó dormido al pie de un árbol, expuesto a las inclemencias del clima.
IV. UNA NUEVA LUZ
La aurora se filtró por entre las hojas de los árboles, hiriendo las pupilas de Nicanor. Su dolor de cabeza se había intensificado multiplicándose en mil punzadas. Era terrible. Cuando quiso quejarse, una intensa tos repiqueteó su garganta. Volaba en fiebre. Quiso ponerse de pies, pero perdió el equilibrio. No se sabía si el sudor brotaba de sus poros o los esparcía la lluvia.
Una trabajadora de la municipalidad, encargada de la limpieza pública, al verlo igual que un redivivo, hizo la señal de la cruz y se retiró como alma que lleva el viento. Otro intento, y con acopio de todas sus fuerzas, se impulsó y… aprendió a caminar de nuevo. El dolor de cabeza se extendió rápidamente por todo su cuerpo, especialmente por la espalda y los músculos de ambas piernas. Se sintió débil, muy débil. El frío de la noche y la lluvia habían hecho su trabajo. Como pudo, salió del parque. En su camino encontró un remedo de restaurante, con unos tablerillos como mesas y una pequeña pizarra que invitaba su Rico caldo de gallina. Tonificado con el humeante plato, el remedo de hombre se puso de pies y reconquistó la calle, pero la fiebre seguía prendida como garrapata en perro sarnoso.
Si de algo podía sentirse orgulloso, Nicanor, era de su excelente memoria: Están en el Santa Fe. Se casan mañana…, es decir hoy. En la Iglesia del Pilar. A las siete de la noche. Me esperan. Que no falte. “Todavía me invita el desgraciao”, se dijo… decepcionado—. Pero es preferible así. No iré ni de vainas. Se cree el escogido por la reina Victoria —murmuró, lleno de envidia, pero no de rencor—. Pude casarme con ella, pero así es mi destino —monologó con irresponsable conformidad.
La fiebre continuaba enraizándose en el cuerpo, mas no en el hombre quien, removiendo entre los escombros de su ego, sacó a relucir la última porción de su acostumbrado orgullo, para decirse entre dientes: “¿Y, por qué no debo ir? ¡Ah! ¡Pues… iré! ¡Sí señor, iré! ¡Es más… —reiteró convencido—, cantaré para ellos como nunca. Cantaré con todas mis fuerzas, mi corazón y mi guitarra”.
Al pronunciar la palabra guitarra, repentinamente se calló, como aguijoneado por su conciencia. Al instante recordó lo que le dijo hace mucho tiempo, antes de abandonarla: “¡Ahí te quedas! ¡Y…, PARA SIEMPRE!¡Qué creías!, ¿que seguiría aguantando tus caprichos?…”. —Muy arrepentido, musitó— ¡Pobrecita! ¡Pobrecita mi guitarra! ¿Estará allí todavía? ¡Tánto tiempo…, sola! ¡Qué hice…, Dios mío!…
V. NUEVAMENTE JUNTOS
Después de aproximadamente cinco años, el Flaco Nicanor y su famosa guitarra estaban nuevamente juntos, pero casi acabados. Él, con una persistente fiebre que le llevaba al borde del colapso; su guitarra, descolorida y sin brillo, apenas viva. Sus cuerdas y los trastes estaban muy oxidados. Las clavijas hinchadas y el capotraste inservible. El cajón, por la humedad y el tiempo, tenía algunas costillas fuera de lugar. Parte de la contratapa se había descolado. Seguro que le restaría resonancia. Por esas razones cantaría en sol mayor, aunque su voz se acomodaba mejor en mi menor. Pero, sin capotraste…, ¿cómo? En la hora de la verdad, ya vería qué hacer. La fiebre seguía inclemente. Sin saber el porqué, el recuerdo de Cristal, esta vez, tuvo un extraño sabor a… traición.
Obligado por la fiebre y el dolor, Nicanor quiso reposar unos segundos. Pero se durmió varias horas. Se despertó consternado —“Las once de la noche”, pensó, y mientras ingería unos calmantes, se tranquilizó a sí mismo— “Justo el momento para presentarme al Gran Salón de Recepciones y dar mi excepcional concierto”—. Se secó el sudor. Vistió sus mejores galas y salió acompañando a su guitarra.
VI. UNA SERENATA SIN IGUAL
Como era predecible, no le dejaron entrar al Gran Hotel por no tener invitación. Pero, cuando insistió de que era invitado de “Cristal, la novia que se casó a las siete de la noche en la Iglesia del Pilar”, uno de los taxistas le señaló, con el índice, que habían salido del 104.
El Flaco Nicanor, pese a la fiebre que arrancaba su salud, recobró sus ilusiones. Entonces se dijo: “No me verán, pero…, por lo menos me escucharán”. Y como pudo, tomó la acera con dirección al índice, contó cuatro ventanas, seguro que la cuarta correspondía al departamento 104, donde estarían alojados Cristal y su ex amigo.
De algún lugar se consiguió un ladrillo sobre el cual acomodó su pie izquierdo, y encima de la rodilla su guitarra. Levantó un poco la manga derecha de su saco y rasgó como si fuera una vez las dos veces que su brazo subió y bajo con un solo movimiento sobre las seis cuerdas de su instrumento. Este artificio era un atributo perfecto pocas veces igualado, cuyo sonido, tenía la virtud de abrir el alma del Flaco Nicanor, vía al éxtasis. Aquí arrugó la frente para elevar la ceja derecha, y al instante recuperó la bizarría en su mirada y la mueca de suficiencia en sus labios. En clara señal de concentración, tensó levemente los escasos músculos de su rostro, como si se hubiera transportado a su mundo de leyenda. Luego, tres compases y un silencio…, y lo que vino después, fue para no creer.
Los labios del Flaco Nicanor se abrieron lentamente, mientras desde su garganta fluía una voz varonil que, a pesar de haber sido golpeada por los rigores de la noche anterior, tenía la fuerza de envolver en su melodía, entremezclándolo con las notas de su legendaria guitarra, desparramando por todos lados el embrujo de un conocido bolero:
♫♫ ♫♪♪
“…Me engañas mujer,
con el mejor de mis amigos♫♪♪
que fue
♫♫♪ como un hermano
y con él te encontré
y a los dos perdoné…” ♫♫♪♪
No era Nicanor el que cantaba. Era el Flaco Nicanor quien, desde lo más profundo de su alma tejía, con su guitarra, la más perfecta melodía, endiosado quien sabe como Nerón y su trágica cítara cuando homenajeaba el incendio de la Gran Roma. Ante tal derroche, la gente que pasaba por la calle, se detuvo seducida por ese magistral concierto. El genio, en trance, cambiaba de ritmo con asombrosa facilidad y se entregaba a los compases de una zamacueca, ora de un vals o de una marinera y por momentos de un paso doble.
Las cuerdas, oxidadas como estaban, no resistieron el castigo. Cómo es lógico, se rompieron la primera y la tercera, luego la segunda… Pero el Flaco Nicanor, ¡ahí…, imperturbable! Ahora se fragmentó la quinta cuerda, pero la gran muñeca y los prodigiosos dedos de Nicanor se multiplicaban para no perder un solo compás. Hasta aquí resistieron la cuarta y la sexta cuerda, que se rompieron a la vez, en medio de una sandunga. La guitarra, ya sin cuerdas, enmudeció cuatro compases; entretanto Nicanor, acentuaba la cadencia con la boca, como si hubieran ensayado con las cuerdas, para romperse, justo, en ese punto.
Los extasiados espectadores adelantaron el fracaso del trovador pero, para asombro de todos, al iniciar el quinto compás, el músico volteó en un santiamén su instrumento, y continuó el ritmo golpeteando el cajón, usando los dedos de una mano, ya, marcando compases ligeros como una pluma, ¡YA, RETUMBANDO COMO UNA TROMBA!, luego, con la palma de la otra mano, finalmente, con las dos manos, los dedos índice y medio de la izquierda, mientras la palma de la derecha le hacía los silencios para enlazar, con total refinamiento, las notas de “La Virgen Macarena” o “El Compá Maytín no ha Mueyto’.
La garganta del Flaco Nicanor, afectada como estaba, no dio para más. Su rostro hizo una mueca de intenso dolor y su voz se calló…, para siempre, igual que su guitarra. Desde entonces la pareja se perdió entre las sombras de la noche, y nadie los volvió a ver…, nunca más.
De entre los espectadores, alguien comentó, lleno de admiración:
—¡Qué serenata, señores, qué serenata…! Ha sido para el 104. Allí está alojada su antigua novia. Cristal.
—¿Novia? ¡Cuál novia! A esta hora, ya debe estar rumbo a Belo Horizonte, en viaje de luna de miel.
— ———————–
Si alguna vez escuchas los compases de un cajón sordo, pero sonoro…, de seguro es el Flaco Nicanor nutriendo a los bordones de su guitarra. Recuerda lo que dijo: “No me verán, pero por lo menos me escucharán”. Y, él…, ¡fue hombre de palabra!