Aunque ya carecía de sueño, Roberto resistía levantarse de los cartones que le servían de lecho. No encontraba motivación para ello. Además, había pasado el efecto de la droga barata que había consumido tres horas antes y como secuela tenia un dolor de cabeza enorme, comparado tan solo a tornillos de fuego al rojo vivo taladrados despacio, alrededor del sucio cráneo.
Sirenas sonaban a lo lejos, pero tan persistentes y continuas, que parecían estar allí mismo, a pata de oreja, sumándose a las incomodidades de un pobre diablo que decidió cambiar las normas y exigencias del hogar, por la libertad y el placer. Es decir; por la calle y el vicio.
Era Roberto, sin apellidos, sin otras señas. Solo era: Roberto. Un vago mas de la calle, de esos que van de bote en bote buscando que comer, pidiendo a la gente unas monedas para completar y comprar pan, pan que marea, que causa somnolencia, que produce alucinación. O tal vez, para sumar el monto de un boleto que nunca es alcanzado porque no hay destino, no hay viaje. Ni siquiera existe un autobús con ruta a ese lugar: la nota.
Se acercan las sirenas. Hay muchas de ellas. Cientos de ellas y cada una va directo al tímpano, al alma, a los huesos de un trasnochado vagabundo que mira al cielo a través de su techo de hormigón, y le reclama a Dios el porque de su abandono, siendo que el no es tan malo como otros. Él solo es un ser incomprendido que ama la libertad, la vida y a su consorte: la droga. Eso y nada más. El no mata a nadie, no pone pistolas en la cara de los empleados de banco y le obliga a echar todo en la mochila. El no gritaría a un grupo de personas ordenándole se echen al piso mientras saquea sus bolsas. Él no. Tal vez otros. Esos que deberían estar tras los barrotes por malos, por deshonestos y abusadores.
Sigue pensando y discutiendo con la divinidad por su mal trato hacia el, por sus horrores post nota, por el rayo de sol que le parte la cara.
Son las 10:30 de la mañana, las sirenas no cesan y la cabeza de Roberto parece dar de golpes contra una pared una y otra vez. Si tan solo tuviese un poco mas del material que le hace soñar, ese que le da fuerzas. Tantas como para soportar la peste de días de desaseo, sin la mas mínima inmutación. Pero no es así. Sus bolsillos no solo están vacíos, están rotos. Ni material, ni monedas para comprarlo.
El vago sigue tirado. ¿Para que levantarse? Hoy, todo le da lo mismo. Mejor esperar a ver si la providencia se apiada y por lo menos hace desaparecer los tornillos rojos de la cabeza. Mientras, es mejor quedarse postrado en el lecho que no es de rosas sino de cartón, oyendo como corre el agua del cloacado que cae a unos metros de su camastro e imaginando que es él quien conduce esas máquinas de lujo que pasan por la autopista contigua, a toda velocidad.
Por momentos recuerda los desayunos de la casa de sus padres, esos que muchas veces rechazo por estar frío o por estar caliente, o sencillamente porque la cebolla en el revoltillo de huevos era blanca y no morada. Recuerda por trazos, los olores del café, de las tortillas aderezadas con mil especias, del plátano en tajadas a punto de quemarse. Pero vuelve la realidad, allí sobreabunda la peste a ratas y perros muertos, a caucho quemado, a basura compactada. Nada que ver con los olores del hogar.
Malditas sirenas, cada vez mas cercanas, mas crueles. El vapor de la post nota sumado a los tornillos en el cráneo, la peste a mierda, el desamparo del supremo y la asesina conciencia que no muere hasta estar enterrado, le doblegan la voluntad, lo llevan a la posición fetal y le convierten en un grifo de lagrimas verdaderas, que van a confundirse con las aguas negras y luego con las aguas turbias de la cloaca y el río.
Seguramente la señora que le negó el día anterior unas monedas en la buseta del colectivo y luego lo criticó inclemente, jamás lo imaginaria en aquella escena. Muchos menos podría percibirlo así, el comerciante árabe que le arrojo agua caliente una noche, cuando hurgaba en su bote de basura en búsqueda de unas sobras para matar el hambre, antes que esta lo asesinara a él.
Sobre el techo del refugio de Roberto, es decir, sobre el puente, hay mucho alboroto. Mucha gente corre de un lado a otro, murmuran, gritan, susurran. Por momentos se oyen gritos y durante otros: silencios. Unos minutos luego se oyen disparos y todo comienza de nuevo.
A Roberto no le importa. Mientras no vayan contra él ni le invadan su tortuosa existencia, estará tranquilo. Bueno, si es que a tal grado de perdición se le puede llamar tranquilidad.
El vago del puente, como le llaman ahora otros mal vivientes de la zona, ya no le importa nada. El sonido de sus vísceras que parecieran saber de hora, hacen un ruido tan estridente que no le permite descifrar que sucede en la superficie. Es entonces cuando mira la soga que ha tenido colgada desde hace días en una de las vigas de su techo y le recrudecen las ganas de poner en acción el último recurso. Esta tan obstinado de su existencia que morir ni le importa ni le anima, solo sería el final de todo. Sin culpables, sin pena ni gloria, sin metas no alcanzadas. Solo dejar de existir. ¿Quién le extrañaría?, ¿A quien le haría falta? Sería un pedigüeño menos. Ya no sería un estorbo para el panadero, ni para los que frecuentan comer en el área externa de los locales de comida rápida.
Tratando de incorporarse, semejante a un desafortunado animal herido en la autopista contigua, trastabilla y vuelve a caer de largo a largo entre los cartones y los escombros. Ahora si se siente un perfecto pobre diablo. Un pendejo consumado que no tiene ni la capacidad de decidir sobre si mismo. Se siente inservible, inhumano, indigno. Con toda esta carga negativa a sus espaldas y en un arranque de ira que le era impropio, se incorporo, y firme sus pies sobre el catre se dispuso a avanzar, de pronto, sintió sus piernas y su cuerpo todo desvanecerse. Fue un instante, un segundo cuando mucho, pero en esa partícula de tiempo la película de su vida le fue velada, como anunciándole la despedida y el presagio de su fin.
Medio conciente trataba de entender que cosa era aquella que le había caído en la cabeza desde lo más alto del puente. Solo veía borrosamente una especie de envoltorio oscuro. Estaba allí, tendido de bruces sin poder moverse, sin determinar por lo menos que tipo de desperdicio, basura, escombro u otro producto de desecho, le había roto el cráneo y le mantenía inerte.
Seguía el tropel de transeúntes sobre su techo y de las ondas hertzianas de un aparato no muy distante, un locutor leía los titulares:
… “Detenidos dos de los seis asaltantes de la agencia Principal del Banco Popular en la zona Este, el asalto fue perpetrado a eso de las 9:00 a.m. del día de hoy. Permanecen en fuga el resto de los atracadores”.
… “Tres niples desactivados por la Policía Nacional en el Liceo Central”
… “Estudiantes de la Escuela Técnica San Pedro, crean caos en la autopista Pan América”.
Todo era locura. Había ruido y movimiento por todos lados y él, se estaba perdiendo aquel momento. Era una valiosa oportunidad para ver que se podía pescar en ese río revuelto, pero no le era posible. Seguía tendido esperando quien sabe que.
Con un halito de vida otorgando por el infortunio, pudo extender su mano y tocar aquél bulto negro llegado desde las alturas. Pudo entender que era un bolso negro de gran tamaño con varios cierres.
Abrió uno de los zipper y pudo divisar cientos de fajos los billetes de diversas denominaciones. Billetes que nunca tuvo y que apenas conocía por referencia. Vio además, un cóctel de armas que no conoció jamás, lo que si había comprobado con su propia humanidad, era lo contundente que podían ser, sin siquiera ser detonadas.
Seguía el bullicio y su corazón se aceleraba. Quería darle las gracias al todopoderoso por el regalo fatal, por los otros, los que no merecen la venia del cielo, por lo que asaltan, por los que matan, por los que atracan, huyen y dejan caer el botín desde los puentes.
Que contrariedad. Esta allí con millones de razones en efectivo para seguir viviendo, para desquitarse con el destino por haber torcido su camino, pero yace podrido, irrecuperable. Solo existe un ojo que ve muy poco y un brazo que medio se mueve, dentro de un despojo de hombre.
Vista y mano sobre en bolso. Arma reluciente que refracta los rayos solares del medio día y el boom en la cara que marca la partida.
Cesan las sirenas, se apaga el taladro y los tornillos de fuego en el cráneo. Ya no mas penas, ya no más vergüenza ni más peleas con la divinidad. Un pedigüeño menos en la patria, un ocupante mas en la comunidad del mas allá.
Dice ahora el locutor:
… “Se encontró muerto bajo el puente la esperanza, el cabecilla de la banda de asaltantes de la agencia Principal del Banco Popular en la zona Este, acto perpetrado la semana pasada en la capital de la República y que es considerado el robo mas grande de la historia criminal americana”.
…“Confirmaron las autoridades que en el lugar solo se encontraron algunos billetes marcados y una de las armas implicadas en el hecho”.