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La soledad de la noche cubrió a la pequeña garza. Sintió frío. Alzó la mirada al cielo y sus ojos se llenaron de estrellas. A lo lejos divisó la estrella Polar, la guardiana del norte, inmóvil en su sitio; señalando rutas celestiales a los navegantes nocturnos. Gala envidió la inmutabilidad del firmamento. Una leve brisa peinó su escasa cabellera. El mar como un espejo negro reflejó su solitaria imagen. La devolvió a su alterada y cruel realidad. Cerró sus ojillos y una honda tristeza invadió su corazón. Respiró profundamente, el olor del fango y de la resina penetró por sus orificios nasales. Y, creyó escuchar voces o graznidos conocidos. Creyó sentir aleteos que se traducen en abrazos. Imaginó ver siluetas aladas de sus camaradas. Todas las escenas compartidas con su bandada se agolparon en su pequeña memoria. Ensayó una mueca parecida a la sonrisa, y así se durmió, en medio de su desvastada morada.
Gala se despertó cuando el sol la hirió con sus candentes rayos. La amarilla luz solar comenzó a borrar todo indicio de la existencia de las estrellas. Iluminó lentamente la ruina de hojas muertas, los escombros de mangles decapitados. La pequeña garza buscó un poco de alimento entre los juncos cortados. Sólo encontró restos de plumas desgastadas, cascarones rotos sin habitantes, nidos vacíos que una vez acunaron a pequeñas criaturas aladas. Sólo encontró rastros de una vida extinguida por la mano del hombre. Gala amaba aquel lugar, pese a su decadencia. Allí, había vivido días luminosos con su antigua bandada. Allí, en la espesura amiga nacieron los primeros amores, amistades que se esfumaron con la caída de Mirya. Gala compartió el dolor de los manglares, del cieno y de los mosquitos. Sintió que la primavera llegaba a su fin. Comprendió que la vida es un viaje sin retorno. Dirigió una última mirada a las ramas doblegadas, y remontó el vuelo por caminos trazados en el cielo.