Los humanos tienen un rincón en la tierra para preservarse del olvido. Yo soy un portador de recuerdos y me rige una lógica infalible que me reafirma desde la oscuridad de mi ceguera.Yo soy Gerome y no estoy muerto porque no puedo morir; sobrevivo en los arcanos de mi memoria; custodio los secretos de lo que llaman traición.
Es difícil para un humano adaptarse a las calles moribundas de una ciudad en perenne contienda silenciosa y esporádica algarabía de escaramuzas. El técnico industrial Felipe d’Angry decidió su invento; es decir, me decidió bajo el imperativo de causas insoslayables.
Era un muchacho sensible; y la sensibilidad se la agudizaba la memoria. Demasiados recuerdos dolorosos; una señora que lo desprecia en una tienda -tenía poco dinero- mirándolo con los ojos de una reina, incompatibles con la condición de cliente que a los dos justificaba en aquel sitio; un barbero que lo posterga en favor de cinco caballeros más lucrativos sin considerar el agobio de su prisa; lo hacen bajar del bus en su primera excursión de recreo porque le habían vendido el boleto falso y no quiso reclamar -cualquier queja era entonces “escándalo público”- por miedo a que le impusieran una multa impagable.
restricciones
-los padres de su futura esposa recelando los pasos de su noviazgo
prohibiciones
-un policía obstinado en no dejarlo entrar al hospital de maternidad donde iba a escuchar los primeros gritos de su retoño todo porque un magnate se encontraba allí, regocijado con la noticia de que su hija le había dado un nieto y había que cuidarle la espalda a los tres.
Fue un niño inteligente, encaminado por el rumbo del conocimiento con la ayuda del sacrificio paterno. Desde temprano se interesó por la geométrica distribución de los circuitos electrónicos e ingresó en un curso primario de inteligencia artificial y robotecnia. Así pudo abrirse paso, sin dañar, aceptando la muerte de su padres con la impertérrita resignación de quien la sabe inevitable. Sólo dos consuelos; aquel hijo que llamó Gerome y la esperanza de añadir al infierno el círculo de su pobreza.
Meses después, su esposa lo abandonaba, fugándose con un empresario, “alguien con perspectivas”. Entonces se oyó a Felipe d’Angry hablar por primera vez de traición, y se le vio reaccionar con el rechazo y eso que llaman odio. Pero no olvidó. Era incapaz de olvidar.
Concentró sus atenciones en el pequeño Gerome, y lo ayudó a crecer sin poder evitarle los sinsabores de la señora y del barbero, del recelo y del hospital. Gerome se lo agradecía sin hacerle demasiadas preguntas. Quizás sus dudas fueran imcomparablemente menores a la suya: ¿por qué te reduces a tu propio nombre, hijo?, y descartó toda posibilidad de dar con el móvil de aquella introversión egocéntrica.
Un día el adolescente desapareció en los arrabales. Su nota de despedida no explicaba las razones de la fuga.
Felipe d’Angry lo buscó durante meses. Levantó denuncias recibidas con poco ánimo en los cuarteles; averiguó en las casas de sus supuestos amigos, referenciadas al azar, en una conversación intrascendente, por los labios herméticos de Gerome; en las mansiones de la familia de su esposa se hablaba de su “incompetente crianza” y “falta de tacto educativo”.
Recibió poco aliento y menos adhesiones.
Felipe había notado que lo aislaban. A lo mejor su diferencia -jamás había traicionado- lo hacía parecer extraño; y por eso lo temían. Después supo que todos se aislaban, por causas mucho más profundas. La ciudad se conmocionaba por los excesos de una violencia que particularizaba muertes de acuerdo con una lista selectiva. Sabotajes, atentados personales. Había una organización secreta en plena ofensiva y, como respuesta, una represión parcialmente oficial. La ciudad se había convertido en un hervidero de conspiradores armados no garantes de lo que llaman vida inocente. Hay una guerra de respuestas y contra – respuestas, plomizas y fogosas, en su insaciable devorar de existencias.
Cada casa es una fortaleza feudal, un coto para preservaciones.
A Felipe d’Angry no le interesaba la política pero se le oía quejarse, y decir que llevaba el dolor de las calles en las suelas de sus zapatos, cuando salía en busca de su hijo.
Al año volvió a saber de él; o mejor dicho, de su nombre. Lo había visto al lado de las gigantografías comerciales y propagandas, escrito con el trazo indeleble y apresurado de un proscrito.
Se detuvo en la acera de enfrente y fijó su mirada en el alto muro de mampostería.
Y descubrió en el nombre de su hijo la verticalidad de un principio, una proposición de cambios basados en la violencia:
G rupo
E special de
R espuesta
O bligada a la
M oderna
E xplotación
Un emblema, muchas veces reproducido en el pecho de las víctimas, aparecía claramente dibujado en el lateral.
Felipe d’Angry creyó que lo aplastaba el peso de un mundo incorregible. Había dado a su hijo un nombre que sembraba la ciudad de cadáveres, anotándose huérfanos, padres solitarios…adoraba la sonoridad de aquel nombre que le sugería resonantes metafísicos; y su hijo se tomó la libertad de utilizarlo para identificar una rebelión contra las traiciones que hacían infelices a todos. Felipe no lo entendió así…ese explosivo manifiesto desparramado en el aterrador sonar de detonaciones y balas perdidas era un reto contra su capacidad de invención.
Tenso hasta sus límites, optó por la venganza.
Si algo no perdió nunca fue su inteligencia, y con ella la habilidad para destacarse en los quehaceres de su oficio. Felipe había tomado gusto por aquel nominalismo identificador que peculiariza a los humanos. Quienes integraban la conspiración habían desintegrado sus biografías, ocultándose detrás de la falsa presentación que les ofrecía la variante de un desorden de letras… Menos su hijo, todos se habían servido del truco. Por eso andaban libres en la muchedumbre, como humanos aparentemente vacíos de propósitos, inidentificables, invisibles en la falsedad de sus nombres.
Felipe d’Angry se retorcía al pensar que quizás el suyo aglutinaba los desengaños, angustias y frustraciones del mundo. Estaba condenado a vivir con él y aceptó el infausto con un estoicismo anacrónico, o símbolo de un orgullo que pudiera animarlo en la empresa. Sabía que su hijo reclutaba a los suyos entre prisioneros fugados de cárceles famosas. Estaban entrenados para sortear encerronas y para moverse por las calles de una ciudad prisión.
Felipe se propuso identificarlos.
Sus nombres, sólo sus nombres. Ellos me lo dicen todo. Quepo en cualquiera de los bolsillos de Felipe d’Angry, tengo vista de rayos equis, una pequeña cámara fotográfica inserta en mi única pupila, una placa con audífonos para grabar el discurrir sonoro y un decodificador con una unidad de memoria que sólo mi padre Felipe ha sabido ingeniar. Memorizo rostros y descifro nombres. Me llamo Gerome, como mi hermano, pero no Gerome, el incapturable, sino:
G eneración
E xtrapotencial
R obótica
O rganizada para
M emorizar
E vadidos
Aún en esta quietud me asombra la sencillez de mi tarea.
Recuerdo nuestro primer trabajo.
Felipe estaba ya necesitado de dinero. Yo le había salido aún más caro que mi hermano porque superé las posibilidades de su estrechez crónica. En mí invirtió sus últimos recursos, urgido como estaba de los circuitos compactadores de mi memoria, los más caros para una modesta economía, urgido de comestibles para reponer las fuerzas de un humano entregado la ordenación de fórmulas y teoremas, víveres dispendiosos para cubrir el desgaste y el hambre de un trabajo tal vez…ingrato. Aquella tarde salió de su maltrecho taller con la esperanza de una rápida recuperación de inversiones. Bastaba con identificar y denunciar a cualquier militante de la organización de su hijo. Sabía que por cada entrega la policía secreta pagaba lo suficiente para pasar un mes, y quien sabe si lo beneficiarían con un incremento…
Conmigo estaba listo para penetrar en la conspiración, utilizando las claves más elementales.
Después de caminar calles y avenidas se refugiaba en la discreción de un baño que fue público, en los escombros de un edificio derruido, en las cabinas de teléfono, en algún parque, en algún cine; y me miraba con el ritmo de una precipitada consulta.
Yo no había dejado de trabajar. Le enseñaba los rostros que le habían parecido sospechosos, y debajo sus nombres:
M aestra R adical
A legre A nalista de
R egocijada M atemáticas
I nmóvil en su O cultas y
A mor N ecesarias
H onrado
U rólogo
M etodológico
B ienhechor
E nsimismado en su
R elatoría de
T areas
O ficiosas
Me sostuvo entre el sudor de sus manos, pidiéndome más, susurrando desconfianzas, no sé si en mi contra o en contra de su instinto. Entonces apareció un nombre acompañado de su correspondiente foto:
A ntes
L ograban
E ncontrarlo
J unto a la
O pinión común
Y el nombre hizo que brillaran sus dientes en las tinieblas de sus labios distendidos. Me rodeó con su mano y dijo:
— ¡Gracias, Gerome!
Lo vi vivir el resto del mes con sus necesidades resueltas.
Alejo se llamaba Boris. Se confesó prófugo desde hacia año y medio, y creyó firmemente en la habilidad del cambio de letras para ocultarse en la penumbra de unos días nuevos, excitantes y riesgosos. Yo estaba para descubrirlo. Era nuestro trabajo, y lo hicimos bien. En los meses que siguieron hubo otras muchas confesiones: MIRTA, JUAN, MARINO, MIGUEL, CLARA…¿dónde estarán ahora? Mi memoria no alcanza a disgregarse en sus destinos; mi memoria es mensurable por la rectitud de mi lógica; o sea, por los límites de mi trabajo.
Por eso no sé exactamente cómo pude llegar hasta aquí…los humanos son tan complejos que suelen hacer cosas descabelladas.
Algo sucedió con mi padre la tarde que decidió disfrutar la tranquilidad que nosotros, en anónimo, ayudamos a establecer. Supongo que hayan sido las líneas ondulantes de aquel rostro y aquel cuerpo femenino las causantes de la cita en un hotel con habitación confortable en su carencia de lujo.
Estuve encerrado hasta el amanecer en el espacio maderable de un armario, escuchando risas y jadeos a través de las hendijas. Recuerdo después el silencio de un sueño reposado.
Cuando Felipe abrió de un golpe las puertas de mi escondite, la claridad de una mañana nueva se infiltró en el sensible mecanismo de mi único ojo, y pude visualizar mi alrededor. El estaba desnudo, como ella sobre la cama. Me cogió en sus manos, suavemente, para dejarme en la mesita de noche, y estuve tan cerca de los cabellos de la mujer que su nombre estalló dentro de mí como un crucigrama indescifrable:
A mor
Des M edido
P ara
A ngry
pero R oto en su
O posición
Nunca antes me había tropezado con la partícula pero en la combinatoria de palabras del decodificador. Cada nombre descifrado ubicaba automáticamente a la persona en uno de los polos que bifurcaban la tensa atmósfera de una confrontación guerrera…y sin embargo, Amparo fue un enigma.
Yo vi el rostro de Felipe endurecerse con una mueca cuando me consultó a la salida del hotel. Se dio cuenta de lo que yo no supe, que ella era uno los proscritos de la organización de su hijo. Simple intuición humana. Se mantuvo así varios días, silencioso, como buscando reflejarse en aquel nombre; no de comprenderlo, ni destruirlo. El se limitaba a repetir el sonido de sus sílabas en las noches solitarias, y lo postergaba en la lista de denuncias que seguía procurándole el dinero para pagarse aquel cuarto de hotel donde yo volvía a explorar las posibilidades de ese nombre.
Amparo seguía siendo un repertorio inabarcable de verdades inconclusas.
A mbivalente A islada como el sol
a M iga M erecida de cariños
P esarosa de P eligrosa en su oficio
pérdid A s A terida de miedos
R esentidas R ebosante de odios
O scuras O lvidada por todos
excepto por Felipe d’Angry
A los dos meses y medio ella se detuvo a mirarme.
— ¿Que es esto? —Le preguntó a mi padre mientras me señalaba.
Felipe se demoraba en responder. Caminó de un punto a otro de la habitación, mordiéndose los nudillos.
— ¿Por qué te interesa saberlo?
— No lo sé. Me intriga. Siempre lo llevas contigo.
El se acercó al armario. Registró en los bolsillos de sus camisas, pantalones y trajes. Al volverse, tenía un arma en su mano, una pistola que le dieron en la sede de la policía secreta para defenderse en casos especiales.
—Se llama Gerome, así, con todas sus letras. En la organización a que perteneces lo pronuncian igual.
Y apuntó la frente de ella con un temblor contrario al de la muerte. En la otra mano vi la automática de Amparo. Después supe que él la había sustraído de su cartera durante la noche. Ella se levantó, y se aproximó lentamente a mi padre Felipe.
— ¿Qué organización? —dijo mientras andaba—.Muchos están otra vez en las cárceles; otros han desertado…y ahora comprendo por qué.
Apoyó la frente contra el cañón de la pistola. Entonces vi a Felipe bajar el arma. Nada lo amenazaba, y pudieron contarse sus historias personales, indecisos, sin detenerse.
Por la tarde salieron a caminar bulevares y ferias; comieron acompañados del crepúsculo, y se quedaron una noche más. Los tengo reunidos en el testimonio de mi visión solitaria. Se entregan eso que llaman besos, se estudian en un incansable juego de eso que llaman caricias; explotan en ese misterio que llaman sexo.
Tomaron decisiones con la mañana siguiente. La primera: abandonar el hotel sin pagar, preferir el riesgo del alero a la complaciente y falsa sonrisa del carpeta; la segunda, olvidarse de las armas y…en cuanto a mí, abandonarme a la suerte de mi trabajo.
La policía del hotel me descubrió la tarde de ese mismo día. La gerencia había dado órdenes de encontrar al par de clientes ajenos a la obligación del pago, pero sólo dieron conmigo. Ningún agente supo manipularme con la soltura de Felipe. Soy un receptor de secretos, y hay que saber hallarlos: ellos estaban lejos de tener el entrenamiento correspondiente. Pero hay entre los humanos una forma de operar que supera cualquier racionalidad mecánica. Ellos son como una red, un continuo de acciones que garantiza el decurso del pensamiento justo cuando parece detenerlo un obstáculo, un discurrir adverso; y así, en la noche de ese mismo día, después de pasar por múltiples manos y de pender de una docena de bolsillos, llegué a la sede de la policía secreta.
Allí me conocían mejor.
Yo llevaba un solo nombre; Amparo
Arriesgada
Militante
Prófuga
Arrepentida en su
Retiro
Oculto
Y añadí cuantos datos me pidieron: foto, lugares frecuentados, biografía, acciones connotadas, todo a cambio de su verdadero nombre: Ana.
Era mi trabajo.
La semana siguiente estuve en un rincón, en la oficina del jefe de turno, con las baterías libres de cargos. Al cabo de ese tiempo, dos disparos con silenciador, captables por la ultrasensible placa de mis audífonos, arremetieron contra la tranquilidad de mis alrededores nocturnos. Reconocí los pasos que siguieron. Era Felipe d’Angry quien venía buscarme.
Ahora hay en los bocetos de mi memoria el desmontaje incomprensible de un cuerpo roto por dos impactos de bala. La sangre del custodio me empapa en la distancia del tiempo. Para poder llevarme, mi padre necesitó violentar la barrera con la que me circundaron los humanos, y el guardián era el principal eslabón. Después Felipe se alejó a toda prisa, volviéndose contra sí mismo en incoherentes monólogos marcados por la persistencia de una frase: “¡Si no te hubiera olvidado, maldito!”, y se empeñaba en sostenerme con el desorden de sus movimientos.
Volvimos al hotel. No entró por la puerta principal. Escaló la fachada con la soltura de un prófugo y caminó por el alero como lo hizo seguramente la noche de su huida con Amparo. Al volver a mirarme, esa grabación debió divulgar las inversiones de lo que llamaba gozo. “Me engañé” -decía- “La mataron, ¿comprendes? -sus ojos centellearon con el relumbre del fuego- “¿Tú qué sabes? Tú, ¿qué puedes saber? Te hablo de Amparo, mi bella Amparo, ¿qué hiciste con ella? La mataron No lo hubiesen hecho si yo no te hubiese dejado aquí, donde estás ahora. Fue mi culpa, fue mi olvido después de gozar toda una noche la vibración de lo que para ti siempre será un misterio -me tomó en sus manos de una manera diferente, sacudiéndome al ritmo de no sé qué descontrol interno-.”Al otro día me acordé de ti, pero ellos te habían llevado. Fue fácil dar con nosotros. Algunos pagaron con su vida la osadía de su crimen, pero ¡qué crimen! Porque no pude evitar que mataran a Amparo. Ahora estoy solo, y perseguido… ¿En qué me convertiste? ¿Quién soy?
Tenía en sus mejillas gotas brillantes análogas a lo que ahora me envuelve. Bajaban de sus ojos en un flujo tranquilo y natural.
Localizó en mis compartimientos el enigma de su nombre:
F uga A ngustias
E terna de N egadas
L etanías e D" G roseramente
I nstintos R esistidas
P oliciales Y…(?)
E ncerrados
Vi en su rostro el estío de su biografía, la sequedad de su discurrir inconforme. Me echó en el bolsillo del pantalón. Por un largo tiempo deambuló sin susurros ni monólogos. Caminaba con el espasmo de alguien contradecido por el efecto inderivable de causas dignas. Me apretaba en su mano y se acrecentaba mi ceguera. Cuando volví a ver el entorno (apenas unos segundos), capté a Felipe, mirándome crispado desde el puente vacío de la avenida sur.
Antes de hundirme en mi prisión, descendiendo lentamente por su densidad característica, pude escuchar su último grito:
— ¡TRAIDOR!
Y me detuve en el silencio ensordecedor de mi encierro, en su quietud liviana y turbia, también solo, como mi padre.
La última imagen de Felipe está intacta en el microarchivo, por si algún día me descubren…