El experimento del catedrático era simple: el cristal que cubría a la erecta cama de faquir, permitía a los ávidos estudiantes observar el interior del aparato. A través del agujero en la parte superior, el inveterado maestro dejaba caer las sucesivas bolitas, que después de rebotar en los clavos, tomando alternativamente hacía la derecha o izquierda según el capricho del rebote, se asentaban en la base del marco a manera de sedimento. Al principio no había definición en la forma que tomaban las pelotillas en descanso. Progresivamente, las pelotillas comenzaron a obedecer a una fuerza imperceptible y se acomodaron delineando una curva definida. El preceptor llamó a esta forma y a la línea que la limitaba, “curva normal”. Explicó que la caída de cada una de las bolitas, a pesar de ser eventos que no se ligaban a los que les seguían o precedían por ninguna conexión de causalidad, siempre formarían aquella figura delimitada por un suave arco; tan parecida a aquel dibujo del Principito en que la boa se había tragado un elefante. Luego de repetir el procedimiento varias veces, severo y seguro de su máxima, el instructor afirmó: “Los eventos que dan forma a esta curva son independientes entre sí; no hay relación alguna entre la caída de la pelotilla anterior y la siguiente”.
– No hay relación entre los eventos – insistió el certero maestro con el objeto de afianzar la idea en la mente de sus pupilos. – La búsqueda de la ecuación que los vincula es la condena de la búsqueda de la nada.
El pasatiempo de Luciano fue siempre encontrar nuevas y más aptas formas de hacer los cálculos que aprendía. Sus preceptores le habían concedido el título de genio matemático en virtud de tal afán, y él se regocijaba en el prestigio que obtenía al responder a ese perenne reto que se autoimponía. La inefable afirmación del maestro no iba a ser la excepción. ¿Cómo era posible que esas bolitas desprovistas de conciencia o intención realizaran invariablemente la proeza de producir la misma figura? Tenía que existir una relación entre las caprichosas pelotillas que las obligara a formar ese persistente arco: una especie de fuerza o regla que pudiera explicar la invariable obediencia de las esferas inermes. ¡Sí!, Debía haber una relación: una ecuación o principio que las forzaba a delinear esa curva normal. Él la encontraría, y encontrándola descubriría el secreto del azar.
Las extensas noches sin sueño y los inacabables cuadernos llenos de numerologías que sólo él podía descifrar siguieron a esta determinación. Luciano calculó y construyó pirámides numéricas sin cesar. ¿Quizás no era necesario calcular infinitamente?. ¿Era talvez sólo necesario que los resultados presentaran su propia determinación?. Dejó fluir los números de sus experimentos en cauces infinitos. A medida que avanzaba en su estudio, estas ideas lo aproximaban a la ecuación elemental que le revelaría los principios matemáticos de la contingencia y el azar. El problema era que la inmensa maratón de cálculos no permitiría determinar la predicción con fidelidad. La magnitud del cauce inacabable de números y resultados no permitía extraer la regla que los conformaba. Simplificó, eliminó los infinitos de sus cálculos; con su habilidad y paciencia redujo las complicaciones del hormiguero de figuras a ecuaciones netas y cortas. Finalmente exprimió una sola ecuación de aquel mar de cálculos, la determinó con precisión y se relamió en la certeza de un descubrimiento vital. Había encontrado la solución al vaticinio de eventos probabílisticos. ¡Había encontrado la fórmula! Empezó a aplicarla con las figuras de las nubes. Observó y determinó sus movimientos y sus formas. Las nubes no eran figuras caprichosas amarradas a la voluntad algún ingeniero supranatural; eran expresiones de ese simple algoritmo que acababa de descubrir. La cumbre sintética de esa pirámide de números sostenidos por relaciones de abstracción matemática le daba el control del pronóstico del azar.
Las opciones eran inagotables, podía predecir cualquier numerología, juego de azar o resultado indeterminado. Envalentonado, tomó su calculadora, el dinero de sus gastos, y se dirigió al Casino. Al entrar, identificó la mesa donde jugaban los apostadores de poca monta, cambió su dinero por fichas y pidió permiso para unirse al juego. Observó con detenimiento el manejo de las cartas, recibió las suyas y tras identificarlas, sacó su calculadora e hizo unas cuantas operaciones; obtuvo unas gráficas y sonrió. Apostó todo a la mano que poseía.
Los ojos de los otros jugadores se abrieron abismales cuando la mano de Luciano demostró ser la mejor. ¡Suerte de novato! Las cinco manos que siguieron fueron suficientes para hacer de su exiguo capital inicial una suma considerable. Luciano recogió sus ganancias, se levantó de la mesa en que estaba, y se dirigió a la que se encontraba en el salón privado; donde caballeros de levita jugaban sumas importantes. Al aproximarse al umbral fue detenido por un hombretón cuya apariencia parecía indicar que a el nunca aplicaron las teorías evolutivas de Darwin: seguía siendo un antropoide, en raso castellano, un gorila.
– La contraseña – gruñó el antropomorfo guardián con voz de autoridad, mientras detenía a Luciano colocándole su manaza sobre el pecho.
Como respuesta, Luciano le puso el fajo de billetes que acababa de ganar en la cara, y el simio, reconociendo en la abundancia de moneda la característica del animal superior, sonrió, moviéndose para dejarlo pasar. Al atravesar las cortinas que daban entrada a la estancia de los jugadores, el espeso humo de tabaco caro que saturaba la sala le penetró los pulmones. Unas caras rosadas y regordetas con los ojos enrojecidos por la humazón voltearon hacia él sin mostrar mayor interés.
– Buenas noches caballeros – casi tartamudeó Luciano.
–Ummpf…– fue todo lo que sus oídos entendieron por respuesta.
Tomando aquel semi-mujido coral como invitación, se aproximó a la mesa y pidió permiso para sentarse. No hubo respuesta; más las cartas fueron repartidas y una de ellas aterrizó en frente de la silla vacía delante de él. Se sentó y recibió el resto de la mano que se le repartía. Levantó y vio las cartas, hizo cálculos en su maquinilla, y apostó nuevamente casi todo. Los apostadores de ojos enrojecidos creyeron reconocer una oportunidad en aquella actitud extravagante y temeraria que parecía delatar al jugador inexperimentado que cree cabalgar una racha desbocada de suerte. Con impasible desdén y tras la máscara de una faz de hielo puro, todos cubrieron la apuesta del advenedizo. Con casi pueril apuro, sin esperar al destape de sus contrarios, Luciano dejó caer su invencible mano de cartas sobre el paño verde que tapizaba la superficie de la mesa, después de lo cual jaló el promontorio de billetes amontonados en el centro de la mesa hacia su posición. Su semblante, inexperiencia dibujada, se cubrió de una sonrisa de satisfacción al momento que ordenaba el promontorio de sus pingues ganancias. El gesto de los perdedores, por el contrario, no varió un ápice; con la expresión de hielo sobre la faz sostuvieron las pérdidas que el novato les imponía indefectiblemente, apostando repetidamente el total de sus ganancias con precisión maquinal y sin temor alguno, únicamente a las manos ganadoras, sin un bluf, y sin errores, hasta que los jugadores aturdidos suspendieron la partida, mientras se excusaban invitando a Luciano a continuar la semana próxima.
Durante el resto de la noche y hasta la mañana siguiente, Luciano en su habitación, contaba repetidamente sus ganancias de aquella noche. Comprendió, en medio del paroxismo que le causaba la impresión del dinero fácil, la dimensión de su descubrimiento. Habían llegado a su fin las limitaciones impuestas por la necesidad, el apremio embarazoso de los acreedores y las restricciones de estudiante. Fijo en la idea de repetir la lucrativa experiencia, empacó su exigua bolsa y olvidando las obligaciones de su calendario estudiantil, se dirigió a su pueblo natal, donde convenció, con demostraciones llanas de su infalibilidad en los juegos de azar, a parientes y allegados de proveerle con una pequeña fortuna.
La noche de su retorno a la ciudad penetró al Casino, y sin vacilación alguna cruzó las cortinas custodiadas por el antropoide. El sitio en que se sentara la primera noche se encontraba vacío, como si lo esperasen. Tomó asiento sin pronunciar palabra. Las caras rocosas y regordetas se repetían entre el vaho pastoso de los cigarros y en los espacios recordados. Con excepción de una silla de más que había sido incorporada a la mesa circular, la vaporosa escena del cuarto de jugadores calcaba la situación de la primera noche. En la silla agregada reposaba una figura contrastante: un anciano huesudo y enjuto, de tez cetrina, casi como cuero curtido, sus ojos hundidos parecían atrapar en sus oquedades cualquier manifestación de que existiera alma o emoción dentro de ese imperturbable armatoste osificado. “Era la cara de póker en el cuerpo de la muerte” pensó.
Luciano repitió su ritual: después de recibir sus cartas consultó con su calculadora y apostó parte importante de su capital. No había terminado de hacer esto, cuando los demás integrantes de la mesa comenzaron a dejar caer sus cartas en señal de derrota. Todos menos el huesudo imperturbable, quien cubrió la apuesta y la incrementó considerablemente. Luciano tomó de nuevo su calculadora, digitó unas figuras, y luego de verificar con satisfacción los resultados de sus cálculos, cubrió la subida del huesudo. La osamenta con cara de póker comenzó a imitarlo: extrajo de su bolsillo un calculador y realizó unos cálculos, luego de lo cual, volvió a subir la apuesta. La expresión de Luciano se impregnó de angustia, un caudal de sudor álgido corrió por su frente al intuir que no era el único beneficiario del secreto. El algoritmo que había descubierto era tan simple que podía fácilmente haber sido copiado. “¿Quizás el inmutable jugador, había entrado a su habitación durante su ausencia y había obtenido la fórmula que lo hacía inexpugnable?”. Miró a la cara imperturbable del óseo jugador, y no pudo descifrar nada. Los ojos hundidos del rival se tragaron las miradas de Luciano sin siquiera pestañear. Los otros jugadores le ofrecieron crédito para cubrir la alzada; pero Luciano no tuvo el temple para mantener la apuesta cuando observó la seguridad marcada como relieve de piedra en aquel cetrino rostro y la inmutabilidad de las rosadas caras regordetas. Dejó caer sus cartas y se retiró de la mesa confundido.
Entró a su habitación desconcertado, y se dirigió a los papeles de cálculo probabilístico que tenía sobre la mesa. Revisó las ecuaciones detenidamente una y otra vez. Tomó el mazo de cartas y repitió la mano nefasta con que había perdido todo: ¡Debió haber ganado¡ Estaba allí en los números. Luego, rehizo sus cálculos considerando la variable de que otro jugador conociese la fórmula. El signo de infinito que obtuvo como resultado le indicó que en tal caso el juego volvería a ser un evento de azar, un suceso de infinitas probabilidades incontrolables. ¿Como pudo ignorarlo? Era tan simple, obvio, necesario: el encuentro de dos poseedores de la ecuación formidable reordenaría nuevamente el universo en la justa e impersonal decisión del azar. La integral de su fórmula causada por la tangente de otro jugador que la poseyera y aplicara simultáneamente reconstituiría el infinito de probabilidades que formaban la indeterminación del sino. La oportunidad fue única y momentánea y él la había desperdiciado. Envuelto en cólera y decepción quemó todos sus apuntes y comenzó a pensar en el tiempo que le tomaría pagar sus deudas.
– Por un momento pensé que notaría que era un bluff – comentó el enjuto tahúr enhuezado mientras con la sonrisa encajada en el rostro cetrino repartía los dineros de Luciano con los demás jugadores.
– Nunca lo sospechó. Nunca lo imaginó, caer con el más obvio truco de poker. – replicó gozoso uno de los jugadores.
El olor de habano caro siguió impregnando la habitación mientras los jugadores enmarcados en sus pétreas expresiones, se repartían nuevamente las cartas como si nada hubiera ocurrido. La ecuación de Luciano mientras tanto, destruida por él en el papel, permanecía en el aire esperando que alguien más la descubriera.