Era una tarde de gruesa lluvia en el campo. A ella le encantaba sentir el agua cayendo por su cuerpo, la convertía en parte de esa tierra que tanto amaba, se paró un momento en medio de la lluvia y cerró los ojos… después, alguien depositó en sus labios un tibio beso. ¿ Quién sería?
Rosario abrió de sopetón sus ojos y su mirada se chocó con la presencia del muchacho que le enviaba cartas anónimamente, de aquel que la amaba en secreto.
Ella estaba enamorada de él, aunque suponía, no lo conocía, pero en ese instante su corazón revoloteó tanto que en seguida supo identificar a aquel que tanto había esperado.
Caminaron juntos bajo la lluvia y luego, sólo el tiempo supo lo que pasó.
Lágrimas amargas dejó aquella separación y el juramento eterno de amarse aunque no estuvieran juntos.
Ahora, cincuenta años después, Marcos aún la pensaba, quizá mucho más que antes, y Rosario, a través de la luna, le enviaba su eterno amor.
Esta es la historia de dos soledades compartidas en la distancia, soledades que, por las bifurcaciones del camino, no pudieron juntarse.
La noche ya caía y el resplandor de la luna brillaba con todo su poder. Era un 20 de enero y Rosario moría… lo último que vio fue una rosa roja en mitad de la luna llena; mientras tanto, lejos de allí, Marcos también moría mirando la misma rosa Roja que miraba Rosario… aquellas soledades rotas se juntaron al anochecer de la vida, para nunca más despertar.
Los enterraron juntos, -aunque sin saberlo-, en mitad de una montaña de tierra blanca que, a sus faldas tenía latente el corazón de una laguna azul profundo que hacía armonioso juego con el azul de las nubes.
Desde lo alto de aquella montaña blanca, el mundo era para los dos, al fin.
Aquellos dos corazones conservaron la esperanza, aún sobre la misma muerte, y fue esa muerte la que les dio vida eterna, a través del dulce néctar del amor.