A esas horas de la noche era difícil discernir cuál de las sombras le pertenecía, pero el hombre, que alguna vez fue niño, avanzó resuelto por los pasillos de la mansión pública, dispuesto a encontrar la ilusión perenne de la caricia conocida.
Había sido un niño bueno.
Dios no lo quería entre gentes que desde la infancia rodeaban la pureza que El les concediera con una nefasta muralla de pecados anticipados, y a los diez años lo llamó para que, a su lado, con la cabeza protegida por todopoderoso gesto y sin paredes en torno, contemplara desde lo alto el luchar constante de sus desagradecidos semejantes. Pero el niño decidió permanecer en sus predios para buscar por sí mismo los encantos que también allí debían existir.
Se volcó sobre una compactación de fuerzas negativas porque no de otra forma podía desafiar su destino, llevando el cuestionamiento a las decisiones del Omnipresente. Tenía que obligar al Supremo a determinar mejor la elección de sus ángeles, tenía que deshacerse de aquella vigilancia enamorada de la virtud para encontrar una visión menos poderosa, y a despecho, más cercana, más compañera. Al hacerse hombre, el niño comprendió que había conseguido retardar el llamado a las alturas incólumes a la vez que evitaba la caída en las fauces del infierno, pues aunque la permanencia entre los suyos lo convirtió en una fiera sedienta de maldades, ninguno de sus actos fue tan serio que implicara un pacto con Lucifer.
Así, acostumbrado a los más rudos enfrentamientos, no había columbrado la presencia de la buscada dicha a escasa distancia de la diaria hostilidad. La violencia de una sonrisa bastaría para frenar sus acometidas; pero, después de conocer el lenguaje de todas las armas, los lamentos de todos los heridos, las agonías de todos los moribundos, los ruegos de todos los vencidos; después de satisfacer las exigencias de su carácter de acero y de saborear fragmento a fragmento las incógnitas del sufrimiento propio y ajeno; en fin, después de deleitarse con el desagrado del universo entero cual si asistiera a un convite de reyes,¿qué fuerza osaría retarlo, si ya carente de temores y de dudas, lo rodeaba una muralla de fuego cuyo calor lo estimulaba a las acciones desenfrenadas e irracionales?
La respuesta a esta pregunta permanecía agazapada en una casa de intercambios carnales previamente acordados por la mediación de una bolsa repleta de monedas: una fisonomía moldeada con curvas en medio de una oscuridad sugerente; una corona de cabellos en la que esplendía un torrente de luces de neón filtrado en porciones desordenadas y pequeñas a través de la ventana entreabierta; el brillo de una sonrisa y de unos ojos pinceladores de la delectación que no tardaría en desencadenarse.
Entonces le gustaba escuchar la historia entre los roces preparatorios y excitantes; era la historia de un latido triste que se multiplicaba en un lamento sin límites bajo los zarpazos de mil carnívoros como él, pero latido al fin, destinado a retumbar en la hoguera delicada, de calor ingenuo y noble. También ella había sido llamada en la infancia por las campanas del Altísimo. Fue su latido el que le impidió responder. También entre las fieras buscó el contento, gruñéndoles con una sonrisa que les decía de mil alegrías propias. Sólo uno de ellos respondería en serio a su solicitud.
Los encuentros entre las cuatro paredes húmedas comenzaron a regularizarse. Cuando los dos fuegos se protegían frente a la caída de la lluvia despedida por sus soledades respectivas, sentían soplar en aquel conjunto un viento gélido y el invierno se asentaba en el corazón del tigre, privándolo de su rugido a la luz de los ojos compartidores de su dicha, suavemente entornados en los periódicos ciclos del placer; y en ráfagas pasaban las ventiscas del lado triste para evaporarse bajo la cálida provocación de las caricias.
De tal manera fundidas, las dos murallas eran un único aro ígneo. En esas paredes retozaban miles de ojos nuevos, los de un Dios desconocido y curioso, hijo y atento observador de aquella felicidad, únicamente posible en esta tierra.