Te detuviste en la orilla del lago lávico. Más allá podías ver la entrada de la caverna. Su atmósfera ardiente se descubría en los reflejos llameantes de las paredes curvas y rocosas. Un Caronte, boteando en una barca forrada con chapas de amianto, te extendió los huesos de su mano.
_Gracias –le dijiste-. También tengo cohetes eyectantes.
Antes de que pudiera replicar, brotaron chorros de luz de lo que Caronte dedujo era una mochila con alimentos. Por la contenida expresión de sus gestos, supiste que iría a quejarse en las altas instancias de mi dimensión imaginaria ¿Cómo permitían que en una de mis lágrimas llegaras cargado con mis sueños futurológicos?
Manipulaste los controles para no caer al lago y lograste un descenso suave en la ribera opuesta. El calor aumentaba, pero dentro de la armadura llevabas aquel sistema refrigerado cuyo funcionamiento yo había descifrado en rápidas lecturas de manuales.
Atravesaste las llamas, arrojándoles porciones de la pócima con la que Zeus se convertía en lluvia.
Entonces viste a la Quimera. El nuevo obstáculo era descifrar su acertijo.
_La Enciclopedia especifica el castigo para los que fallen esta prueba: ¿cuál es?
_¿Enciclopedia Británica o edición francesa?
_Eso no lo sé.
Y no pudo moverse, perpleja.
Entonces la convertiste, con un golpe de la espada, en millones de vidriosos fragmentos.
La última barrera era el dragón. Cuidaba el talismán encerrado en un nicho. Trató de derribarte, arrastrándose sobre el suelo cubierto por milenios de polvo y roca. Saltaste una, dos, tres veces… pero sabías que el mayor peligro era su fuego. Por eso decidiste arrojar en sus fauces lo que restaba de la pócima. Rodó el líquido en su garganta y quedó paralizado, y toda su estructura se convirtió en una estatua de piedra con una cubierta blanda donde latía su corazón. Allí le hundiste la punta de la lanza para verlo desaparecer como una brisa de crudo invierno.
Cogiste el talismán con las manos temblorosas. Un suspiro te brotó espontáneamente aunque sabías que sólo terminarías la tarea cuando lo reuniera con sus compañeros, dos amuletos de idéntica conformación pétrea e iridiscentes destellos.
Corriste a la salida que había sido entrada, antes de que el infierno de las llamas volviera a animarse. Entonces viste una gran mancha oscura, inmensa, interpuesta en tu camino.
Alguien cerraba la portada.
Seguro le habrás oído decir:
_Deja ese libro, Gretel.
_Pero papá, si aún le faltan otras dos piedras.
_No podemos comprarlo. Es un libro caro… y estamos en una librería, no en una biblioteca… Ya lo compraremos. No llores, Gretel.