El hombre llego hasta la esquina, luego camino hasta el viejo paredón. Agarro un tronco lo acomodo y se sentó sobre el y puso sus cosas en el suelo. Estas consistían en una bolsa de cuero, color negro, extrañamente lustrosa y limpia. Una caja de cartón, negra, cuadrada, y nada más. Su ropa no se diferenciaba de la de cualquier linyera respetable: pantalón marrón claro, sucio, camisa gris con pequeñas rajaduras y zapatos negros también con sus respectivas rajaduras. Todo moderadamente sucio. Se veía bien alimentado, con una barba pareja y no muy crecida. Tendría entre cincuenta y cincuenta y cinco años a juzgar por su semblante y las canas que se distinguían entre sus cabellos y barba. Su mirada daba la impresión que estaba muy despierto y tal vez que no era ningún tonto. Claro que nadie en ese pueblito parece haber notado este último detalle. Todos se habían acostumbrado a esta persona, que había llegado hacia unos seis meses y se quedo a vivir en una casucha abandonada. Todos pensaban que le faltaban algunos tornillos, que era inofensivo y en cierto sentido era cierto. Había tenido contacto con la gente, charlas de ocasión cuando pedía unos panes o se ofrecía para hacer un trabajito a algún vecino a cambio de comida o un litro de leche, nada del otro mundo. Lo de los tornillos faltantes fue el comentario de todos cuando vieron que el hombre, que se llamaba Lucero, tenía ínfulas de predicador. Lo que iba a hacer ahora no lo hacia todos los días, solo de vez en cuando, y había empezado al mes de llegar. Por eso a las personas que pasaban no les llamaría mucho la atención, continuarían yendo y viniendo en sus tareas diarias, tal vez un par de niños se detengan a escuchar a Lucero entre divertidos y curiosos. El haría su rutina como siempre, aun sentado, metería su mano en la caja sacaría un libro negro que tenia todo el aspecto de una Biblia y se pondría de pie. Poniendo su mano izquierda en su pecho y levantando el libro con la derecha comenzaba el discurso a quien quiera escucharlo:
– Hermanos míos, arrepiéntanse…
– Si porque el gran día del Señor, el gran día de su furia esta próximo. En el cielo verán una estrella, allí donde les señalo ahora, en una tarde del Señor como esta. Esa luz crecerá hasta consumir toda la obra del Maligno, se meterá por los ojos del anciano, de las mujeres y aun de los santos niños. Entrara a sus mentes, sus corazones y los estrujara para que despierten. Arrasara implacable como una tormenta de arena en el desierto, un fuego celestial devorara la paja seca de sus iniquidades y mentiras. Caerá de rodillas el fuerte, el altanero, el poderoso rey y sus guerreros. Esa luz les mostrara que nada son cuando los cielos se abren para dar paso al gran día de la venganza del Señor. La tierra temblara, se sacudirán las montañas, se desbordaran los ríos, huirán las aves y los animales terrestres. Las madres abrazaran a sus pequeñuelos y buscaran refugio, el joven se esconderá y rogara misericordia porque sabe que sus días de libertinaje se habrán terminado. No, no vengo con el agua para refrescar el cuerpo ni traigo el pan para el hambriento, dirá el Señor, esta es la espada de la justicia que cortara la telaraña de iniquidades con que han enmarañado sus almas y sus destinos. ¿Dónde están, preguntara el Señor, quienes negaban justicia al oprimido, quienes bajaban su espada contra su hermano? Los que hartaban sus estómagos mientras el humilde suplicaba en las puertas de los templos. Quienes sembraban la semilla de la discordia entre hermanos. Les caeré del cielo como una piedra encendida y produciré llagas ardientes en sus corazones insolentes. Yo limpiare sus almas, barreré la suciedad de sus hogares y pensamientos con un fuego abrasador, los vestiré con las ropas blancas de la pureza y pondré dentro de sus bocas el verbo de la verdad. Los uniré para siempre…
Y aquí Lucero decía su frase final con la que parecía querer compensar tanto descalabro bíblico, ya todos la conocían:
– Y todos los hombres serán hermanos.
Luego de su discurso parecía esperar el arrepentimiento de los pecadores, miraba a los transeúntes de ese pequeño pueblo: el hombre que pasaba en bicicleta hacia el almacén, la señora que iba con su pequeño de la mano o la señora de la otra esquina que había salido a la vereda a curiosear. Al no ver ningún converso farfullaba algunas palabras, aunque no parecía muy disgustado. Señalando hacia ningún lado con el dedo índice y sin levantar la mano daba la impresión de sentenciar a los indiferentes. Metía el libro en la caja negra, levantaba el lustroso bolso negro y se iba caminando despacio y tranquilo hacia su casucha. Y aquí no había pasado nada. O tal vez si. Con el bolso en su mano derecha y la caja en la izquierda ahora iba por un camino, que se abría paso entre los pastizales, alejándose del pueblo. Hasta que tuvo a la vista su casa, miraba en todas direcciones como si temiera estar siendo vigilado, y entraba en ella. Y luego de comenzada la noche, esta vez, dentro de esa casucha algo paso. Si hubiera alguien mirando, desde afuera y a la luz de la luna, habría notado que las paredes de madera de la casa tomaban un aspecto extraño. Ahora parecían ondulantes como si la madera se hubiera convertido en hule y se moviera por causa de una suave brisa y también escucharía el latido. El profundo y poderoso sonido de un latir que ahora era acompañado por las contracciones de las paredes de esa pequeña casucha dando la impresión de haberse convertido en un corazón, en un infernal corazón. Y menos mal que nadie se hallaba cerca, en esa noche que comenzaba, porque habría quedado aterrado al escuchar una horrible carcajada similar a un alarido. Como si ese lugar se hubiera convertido en la entrada a este mundo del Maligno y ya estuviera aquí. Si, el mismísimo Maligno que nombro Lucero en su discurso.
Esa horrible noche recién empezaba. De la casucha salio un enorme perro negro, tan negro como no se podría haber conseguido con ninguna tintura de la tierra, con unos ojos que no debería mirar ningún humano. Y algo más salio con el, algo que por suerte no era visible en este mundo porque solo proyectaba una enorme y deforme sombra en el suelo, que pensaba solo en maldad porque era la maldad y de ese algo parecía escucharse unas palabras similares a un gorgoteo rítmico que tal vez parecía decir: Y TODOS LOS HOMBRES SERAN MIS HERMANOS… Y TODOS LOS HOMBRES SERAN MIS HERMANOS…. El sonido del gorgoteo parecía a veces un lamento, otras una esperanza y también una afirmación. Toda la atroz escena tenía de telón de fondo el sonido de los jadeos del infernal perro. Iban hacia el pueblito. Allí algunos tenían pesadillas, las sufrían sin poder despertarse, otros se despertaban sudorosos y asustados. Estos últimos no podían volver a dormir porque todos los perros del pueblo parecían haber enloquecido y aullaban en un lastimero lamento como nunca se los había escuchado. Había algo más… en el cielo. La luna cubierta por una especie de neblina había tomado un color rojizo. Y de ese color bañaba al pueblo, que con ese aspecto y los aullidos de los perros formaba un paisaje de pesadilla. Todos estaban asustados porque sentían que algo malo iba a ocurrir, y nadie quedo en la calle. Ocurre que cuando un perro comienza a aullar los demás los acompañan dijeron algunos esa noche, la luz roja es un efecto atmosférico producido por la neblina, también se dijeron otros. Hasta que escucharon el horrible gorgoteo. Y nadie se animo a salir a la calle. La gente cerró sus puertas y ventanas y ni siquiera se animo a espiar hacia afuera por una rendija. Aterraba a aquellas personas darse cuenta que el potente gorgoteo que escuchaban eran palabras y se tapaban los oídos para no entenderlas. Pero no pudieron evitar escuchar y entender, luego de un corto silencio, lo que ese algo les grito. No, sus pobres oídos humanos no estaban preparados para este gorgoteo infernal y diabólico:
– ¡SEAN MIS HERMANOS!
Eso acallo a los perros, como si hubieran recibido una orden. Ahora había silencio, aunque no era total porque se escuchaba el jadeo, un jadeo que los aterrorizados habitantes sabían que no podia provenir nunca de un perro de este mundo. El tiempo parecía haberse detenido. Nadie podia comunicarse con su vecino, ya nadie dormía, algunos rezaban. Muchas mujeres y niños comenzaron a llorar, abrazados las madres a sus hijos y tapándoles los oídos. Los hombres, jóvenes y viejos, no parecían tener el valor de hacer algo. Y era realmente lo mas sensato quedarse dentro de las casas, porque otra cosa comenzó a ocurrir afuera. La niebla. La extraña neblina que cubría la luna parecía estar descendiendo haciendo aun más fantasmal al pequeño poblado. Y cada familia en cada una de esas casas creía tener a la infernal presencia enfrente suyo, como si los hubiera elegido a ellos en particular. Y otra vez el gorgoteo. Esta vez se oía mas bajo y rítmico, una especie de canción que no debería oírse en este mundo. Y ahora ocurrió algo que produjo la huida enloquecida de casi todos los perros, el desmayo por miedo a algunas mujeres y niños, e hizo llorar a algunos hombres: …EL AULLIDO. Potente, indescriptible, como solo una bestia venida del infierno podría producir. Quien sabe que hubiera pasado a las mentes de esa pobre gente si eso hubiera aullado por segunda vez, no lo hizo. Todos en el pueblo se habían tapado los oídos con fuerza, hasta el dolor, rogando al cielo no volver a escucharlo. Pero esta pesadilla no había terminado para nadie, lo que había afuera parecía haber venido para algo y no pensaba irse. Ahora no se escuchaba el gorgoteo de esa cosa, pero si sus pasos y esos pasos se dirigían hacia cada una de las casas. Llegaban hasta la puerta y luego se oía como si retrocediera. Otras veces los pasos daban la impresión de rodear la casa, corriendo y lo que causaba mas horror sobre el horror que sentían todos era escuchar el pesado andar de un perro. De pronto, nada. Silencio y quietud, pero los habitantes de ese pueblito ya no caerían en esa especie de truco diabólico. Sabían que hablaría otra vez y presas del pánico se tapaban los oídos con desesperación. Y ese espanto en la Tierra gorgoteo otra vez:
– ¡ENTRARE A SUS MENTES Y SUS CORAZONES!
Ya nadie quería estar solo, en cada una de las casas de ese pueblito de escasos habitantes. En esa noche interminable, en cada hogar todos se amontonaban tomándose de las manos o abrazándose a la luz tenue de las velas o lámparas. Ahora los arañazos. Sobre sus techos todos comenzaron a sentir el raspado de unas poderosas garras, que los recorrían de punta a punta. No era la imaginación de nadie, en algunas partes, del techo se desprendían fragmentos de material y quienes tenían techo de chapa oían un raspado insoportable. Los arañazos ahora disminuían su intensidad, pero porque eran reemplazados por otro tipo de ruido: golpes. Y en las puertas. Todos parecieron entender que se habían acabado los juegos y que sea lo que sea quien estaba afuera, entraría. Y lo verían. Nadie quería verlo, todos se abrazaron acurrucados y temblorosos. En silencio. Los golpes continuaban y aumentaban su intensidad, estaba tirando las puertas abajo. Y cuando parecía que había llegado el fin, otra vez… se detuvo. Silencio. Todos volvieron a tapar sus oídos con más fuerza. Los minutos comenzaron a correr y nada se oía, solo los sollozos ahogados de algunos. El tiempo seguía pasando y: nada. Hasta que algunos notaron la claridad que se colaba por las rendijas de puertas y ventanas. Los que se dieron cuenta comenzaron a llorar, de alegría, esa luz era el sol. Estaba amaneciendo. Aun así permanecieron todos largo tiempo en sus casas en la misma posición que tenían cuando esperaban lo peor. Ya era de día, algunos se animaron a salir y cuando sintieron que no había peligro llamaban a los demás. Toda esa gente se encontró, se saludaban y se abrazaban como si se reencontraran luego de estar separadas por mucho tiempo. De pronto alguien noto algo: fuego. En la lejanía, en dirección a la casucha de Lucero, se veían llamaradas. Debería ser un gran incendio para verse desde aquí dijeron algunos. Todos se sentían atontados por la experiencia que habían vivido, pero recordaban a su pesar lo que ese algo les decía y notaron la relación con el discurso que les había dado Lucero durante meses. Y entonces siguieron recordando su discurso, su bolso negro, la caja negra y el libro negro y su extraña manía. Y se dieron cuenta que nunca lo conocieron de verdad. Alguien dijo una frase que expresaba lo que ahora sentían todos, aun con miedo la dijo:
– Que se queme en el infierno.
Los perros que huyeron jamás regresaron y de los que se quedaron algunos habían muerto de miedo. También se habían escapado algunos caballos a los que fue muy trabajoso volver a traerlos. La primera noche y las siguientes, luego de esa pesadilla, fueron muy tensas pero nada ocurrió. Luego de unos días se atrevieron a ver que ocurrió en la casucha, solo había cenizas, ni un rastro de un cuerpo. Aun así todos sentían que no volvería y nunca volvió. Uno de los pobladores se pregunto: ¿como una casilla insignificante pudo producir llamaradas tan altas al quemarse? Y alguien señalo algo que nadie parecía haber notado, que aquella noche de pesadilla solo había durado, a lo sumo, cuatro horas. Pero nadie quería aceptarlo ni pensar mas en esas cosas, querían olvidar algo que recordarían por el resto de sus vidas. Hoy día aun hablan de aquello y al contarlo arriesgan alguna teoría de lo que paso:
– Fue un acto desesperado del Diablo porque el juicio del Señor se acerca.- Dijo una anciana, mientras señalaba el lucero de la tarde y se persignaba.
Respecto de porque el Maligno se detuvo, si es que lo hizo, también hay teorías:
– Tata Dios prendió la luz antes de tiempo, para salvarnos.- Dijo un viejo, mientras se mecía en su silla con aire de saberlas todas.
Y en cuanto al desparecido Lucero cuentan que en aquella época, pocos años después de los hechos, comenzó a circular en el pueblo una leyenda nunca confirmada si era real y nunca se supo quien la había iniciado. Que decía que un poblador espantado se había topado, en las cercanías donde estuvo la casucha y a la luz de la luna, con un Lucero semidesnudo de larga barba y cabello enmarañado que corría enloquecido en cuatro patas a esconderse entre los pastizales. Cuando se comentaba esto todos los presentes quedaban en silencio y siempre había alguien dispuesto a cambiar de tema, con temblorosa voz. Es lógico, nadie quería tener eso en su cabeza. Sea como sea en el pueblito de Las Colinas no volvió a aparecer ningún extraño predicador, ellos tampoco lo hubieran permitido. Ningún profeta de largos discursos bíblicos ni frases finales consoladoras como esa que decía: que todos los hombres serian hermanos.