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En busca del Imperio invisible

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EN BUSCA

DEL

IMPERIO

INVISIBLE

JORGE AHON ANDARI

PROLOGO

 

Algo le faltaba al relato de este libro. Me daba cuenta porque cierta incomodidad interior intentaba decirme lo que faltaba… Y era dejar en palabras mi estima perdurable por quienes me acompañaron en los momentos difíciles de gratuitas incomprensiones y colaboraron conmigo cuando en reuniones periódicas llevamos a cabo la serie de ejercicios con que quisimos demostrar lo expuesto en las experiencias de los personajes del libro. Ellos son:

 

Carlos Croce, Estela L. de Croce y Flavia Croce.

Humberto Greco y Raquel de Greco.

Julio M. y Mercedes F.

Hilde Renner.

Jorge Montero y Alejandra Gouric de Montero.

 

No he de olvidarme de quienes integraron aquel otro grupo, los que me hicieron sentir discípulo de una enseñanza compartida, obligado a separarme de ellos para escribir los libros que están viendo la luz en estos momentos. Tengan, además, mi agradecimiento por la cuota de comprensión que habrán expresado en la intimidad de sus almas. Pero aún quedaba otra cosa. El recuerdo me obliga a hacer una mención especial en relación con uno del grupo que ya no está en este plano terrenal. Digo mención especial porque me confió la aventura que tuvo con cierto personaje que lo acompañó durante la niñez -hasta los diez años según me contó-, sin que se diera cuenta de que ese personaje era tan real como lo era su propia existencia corporal. Estoy seguro de que a muchos, pero muchísimos seres humanos, por no decir a todos, les debe haber ocurrido algo parecido, con la diferencia de que la mayoría lo guardó en su interior como un hecho inexplicable, hasta que el olvido lo sepultó en lo más hondo del alma.

 

Quizás de este olvido nos viene el vacío interior que aumenta a medida que crece la influencia exterior.

Pues bien, mi buen confidente me preguntó cierto día si era posible hacer de nuestro ser interno un personaje con el que nos pudiéramos entender, a quien pudiéramos consultar y en quien pudiéramos confiar como si confiáramos en algo semejante a una presencia divina. Le dije que ese era el significado del tan mentado despertar de la conciencia interna; además, le hice notar que durante la niñez, a todos nos ha ocurrido vivir acompañados de un doble espiritual, con quien hemos jugado y nos ha entretenido, viviendo en un verdadero mundo paralelo al de los mayores. Fue suficiente que le dijera lo expresado en el último párrafo para que me confiara lo que luego me confesó.

Al comienzo se mostró avergonzado de tener que admitir lo que según la edad debe pertenecer a una época de dudosa importancia, a una época que la costumbre nos hace decir “son cosas de niños”, para justificar que lo vivido en la infancia no tiene ningún valor. Con un tono de confidencia en la voz me dio a entender que sin saber cómo, sintió que alguien lo acompañaba. Era un compañero o amiguito venido de su mundo, que no supo cuándo se hizo visible, visible únicamente para sus ojos, porque nadie, excepto él lo veía. Era una especie de gnomo, de enano, con rostro de persona mayor en un cuerpo de criatura infantil. No se animó a decir que era como los ángeles porque su creencia se lo impedía, aunque dijo que tenía un parecido semejante al de los ángeles pintados en cuadros famosos, cuyos rostros muestran rasgos de seres adultos en cuerpos de niño.

Para entenderse con él, le puso el nombre Dedo… Lo bautizó

así y con ese nombre lo acompaño hasta la edad de diez años, sabiendo de antemano que a esa edad se iría.

·        ¿Por qué – me preguntó- tenía casi la seguridad de que llegaría el momento en que Dedo se iría, me dejaría, como si fuera esa la manera natural de desaparecer de mi lado?…

8

¡Hasta supe el día y el instante!…¡Más bien lo presentí!…¡Y esto ocurrió en el jardín, donde solíamos jugar!…¡A partir de ese día no lo vi más, dejo de estar conmigo, se fue sin saber a dónde! ¡Hoy me pregunto, ¿dónde está Dedo?…

La respuesta que le di me sirvió para sentirme afirmado en la creencia que intuía o presentía. Al final fue un consuelo para los dos cuando le dije:

·        ¡Está en el imperio invisible de tu alma!..Allí lo podrás encontrar, siempre que seas capaz de sentir y vivir con la gracia inocente de un niño, con la misma gracia que tuviste cuando jugabas con él…De allí donde está no lo puedes sacar, pero sí puedes ir a visitarlo…¡Lo puedes visitar usando la puerta de entrada que te ofrece la meditación en tus horas de comunión y de entonamiento!

Aún quiso saber más cuando me preguntó por qué se había ido.

·        En realidad – le respondí-, no se ha ido. Se ha retirado a su único refugio porque el mundo de afuera, el mundo nuestro de los mayores, lo ha condenado al destierro, al encierro donde ahora se encuentra. Los mandamientos de nuestra cultura, o mejor dicho, las leyes de nuestra costumbre han interrumpido la comunicación con el imperio invisible de nuestro ser interno. El uso involuntario de la incredulidad nos aleja de la intimidad donde se ha refugiado tu amigo Dedo…¡Menos mal que cada tanto nos llega el consuelo de algunos personajes como el Principito, Juan Salvador Gaviota, Don Shimoda, Adán, etc., todos ellos ,mensajeros del alma de sus autores!…¡Con tantos testimonios a la vista, no sé cuándo comenzaremos a escuchar a nuestro humilde personaje interior!…

El Autor

 

CAPITULO I

Señales de orientación

 

Jotanoa era muy joven cuando la vida lo hizo vivir una aventura de su edad. Tal aventura hubiera sido intranscendente si nada hubiera ocurrido como consecuencia de la misma, pero según lo sucedido logró el valor de una respuesta, de una respuesta que tiene que ver con la herencia que se trae en la intimidad de cada vida, en especial, de cada vida humana. Aún no tenía él la noción del descubrimiento futuro de su ser interno, ni presentía que hoy estarían narrando su existencia, común por un lado pero rica por el otro.

¿Cuantos años tenía? El no lo recuerda bien pero cree que estaba en los doce años, edad indefinida si la tenemos que explicar en relación con el porvenir. Algo extraño y secreto estaba sucediendo en la intimidad de su ser. Tal vez allí, al abrigo de la inocencia, estaba el impulso, la ocurrencia, la decisión intuitiva, que le haría dar el paso necesario, el rumbo incipiente, el rumbo que nunca se sabe dónde habrá de terminar. Era primavera. Los brotes de los árboles asomaban en cualquier rama, en cualquier tronco. El mismo suelo aparecía salpicado de puntos verdes. Cierto día, alguien del grupo, del que formaba parte Jotanoa, tuvo la idea de ir a cazar pájaros.

 

A cazarlos con la temible honda. Con piedras en los bolsillos y la honda en la cintura se dirigieron al lugar del sacrificio. Había una larga hilera de moreras. La calle, una calle desierta de zona poblada de trecho en trecho, era el sitio ideal porque nada ni nadie interrumpía el silencio de la siesta, hora elegida según la costumbre del bandidaje infantil. A un costado crecía un cerco de zarzaparrilla, adosado a un enrejado de negros barrotes. Los barrotes terminaban en puntas de lanza. Las negras lanzas se alineaban peligrosamente. Nadie recuerda que alguien las haya traspasado. Su aspecto era suficiente como para compararlas con la de los fortines, de ahí que a ninguno se le ocurriera organizar un ataque o un asalto a la zona defendida por semejantes lanzas. Entre el cerco y la fila de moreras se notaba un sendero ahuecado por el paso de la gente.

Uno del grupo era mudo. En reemplazo de tal deficiencia se había desarrollado en él a tal extremo la puntería o la habilidad de manejar la honda que no existía en todo el barrio un cazador tan certero como él. También tenía otro defecto. Caminaba sobre el talón del pie derecho, de modo tal que nunca se lo vio apoyar la punta del pie. Siempre se lo conoció así, con el pie rígido, apuntando al cielo como lo hacía con su famosa honda.

Se repartieron las moreras, bajo las cuales cada uno cumpliría con la hazaña de quitarles la vida a los pájaros. A cargo de Jotanoa estuvieron las tres últimas y a continuación, la del mejor tirador, el mudito. No habían pasado aún los preparativos iniciales cuando el gran cazador obtuvo la primera pieza. Gesticulaba como una cosa grotesca y ahogada y se golpeaba la muñeca, expresando así la destreza de su puntería. Los que sabían hablar empleaban la palabra “cañemo” para calificar la habilidad extraordinaria en el uso de las manos. Si otro, como el caso del mudo, demostraba la excelente eficacia en bajar pájaros, se decía que “tenía mucho cañemo”.

 

No bien obtuvo la primer pieza cuando, casi al minuto, cayó herido otro pájaro. Era el mudo o el cañemo del mudo. Sin mediar mucho tiempo se desplomó otro, luego otro y así, sin detenerse abatía sucesivamente. Era increíble. Los demás tiraban sin acertar. Las piedras silbaban, cortando el aire de la siesta. El mudo seguía con su hazaña de no errar ningún hondazo.

Mientras tanto, Jotanoa, el jovencito de nuestra historia sentía la rabia del que no consigue nada. La rabia le hizo afinar la puntería y sonó brutalmente la piedra en el cuerpo de un pájaro. Fue un golpe sordo, como si el plumaje escondiera una caja hueca, muda como el mudo cazador. Cayó a sus pies. La primer explosión de su suerte fue un grito de alegría, pero cuando Jotanoa lo recogió y sintió en sus manos la tibieza del ave y su asustado corazoncito que latía a toda marcha, algo extraño despertó en su pecho. A ninguno de sus compañeros, por supuesto, le dijo nada, pero no pudo quedarse. Inventó un pretexto y se alejó con el pájaro herido. El pobre no quería morir y prolongaba su agonía para escarmiento de quien lo había cazado.

 

Cuando llegó a su casa, se refugió en el fondo, bajo las parras recién brotadas. Allí se sentó con el arma en las rodillas, aturdido por un dolor que no comprendía. No podía comprenderlo. Algo se despertaba y se dormía en la naturaleza de Jotanoa. Lo que despertaba era el futuro, o más bien el futuro estaba ensayando su influencia al provocarle el impulso de alejarse, alejándolo de sus compañeros para estar ahora sufriendo el arrepentimiento de haber herido al animalito que a sus pies estaba dejando de vivir.

 

Después de esta reacción, venida de su ignorado mundo interior, se adueño de él la costumbre de acompañar a sus amigos en la alegría y en la furia de bajar pájaros para después sentir lástima. Nadie conoció esta debilidad porque nadie sentía como él. Además, hubiera sido desastroso que sus amigos lo supieran.

 

La ocultó, la disfrazó, la guardó como un defecto, la llevó consigo en su aniñado arrepentimiento. De esta manera nacía en él una tendencia de su carácter, una expresión de su reino interior que no podía mostrar a nadie porque estaba en juego la razón de ser héroe, la razón de ser uno de los creadores de aventuras, de tantas aventuras, que lo eran por el mandato de la impiedad.

 

Jotanoa siguió matando pájaros para luego pasar por la lástima de hacerlo, con la que pagaba el sacrificio de cada inocente criatura alada. Con esta manera de ser se dividía en dos partes, en dos hemisferios. Representaba dos papeles. Para compartir la amistad de sus compañeros estaba obligado a ser como ellos y matar como ellos. De no haber fingido hubiera perdido el encanto de tantos juegos que la niñez y la juventud ofrecen.

 

Con el tiempo aprendió a usar la honda de una manera distinta, o sea que la usaba para errar el tiro. Apuntaba con la honda para no matar. Lo hacía de modo tal que la piedra no diera en el cuerpo del ave que tenía a su alcance. Así se ahorraba la pena del futuro.

 

A los pocos años no había progresado mucho. Continuó creciendo para entrar al laberinto de los hombres, donde las ideas de los mayores no conducían a ninguna salida y donde retozaban los personajes del ateísmo como exponentes del progreso. Del lado opuesto, nadie despertaba para darse cuenta de que se perdían y se aislaban en sus posturas tradicionales. No había dónde refugiarse. Según le decía su conciencia más profunda, le resultaba difícil aceptar los encantos de religiones detenidas en el tiempo. Y peor aún, detenidas en el pasado. Sumisión y aceptación incondicional ya no eran atractivos suficientes para detener el avance de un razonamiento apoyado y alimentado por la ciencia. Pero también la ciencia se agotaba en explicaciones que se estaban repitiendo. También ella era desbordada por la experiencia de fenómenos psíquicos inexplicables. Entre estas dos fuerzas que tiraban en direcciones que tendían a separarse, había que arriesgarse en la búsqueda de la resultante. La resultante no era la continuación de ninguna de ellas, pero daban nacimiento al solitario y autodidacto Jotanoa.

 

Mientras permaneció en desacuerdo con las dos tendencias era inevitable el rechazo a lo establecido, sin que a nadie le importara responder y hacerse cargo de la incipiente búsqueda. Las respuestas no llegaban, pues parecía normal que los mayores, que pasaron por parecidos altibajos, no quisieran ofrecer la razón de sus experiencias, o tal vez, más desorientados que nunca se unían a la corriente del mundo, dedicándose a la conquista del dinero, que ante el mínimo desequilibrio tambaleaba su falsa seguridad.

 

Y se hizo ateo, no por convicción, sino por falta de aquello que le explicara la conducta callada del corazón. Se hizo ateo, no por inclinación materialista sino por ausencia de una comprensión que le explicara el comportamiento de los seres humanos, porque el comportamiento de tales seres humanos parecía superior al poder de dios, o mejor dicho, del dios de las religiones….

 

¡O el poder de dios estaba en todas partes para que cada ser humano tuviera acceso a él sin intermediarios o sólo se encerraba en los templos, en las iglesias o pagodas, donde agonizaba inevitablemente! ¡No hubo respuesta y si la hubo fue tan limitada por el dogma y la superstición que no valía la pena hacerle caso!

 

El sarcasmo y la ironía se acostumbraron a los labios de Jotanoa, fomentando argumentos que creyó curarían las dolencias de lo que estaba convirtiéndose en la costumbre de no creer. Sin embargo y a pesar de todo, en el seno de su vida titilaba la lucecita de algo, de algo que lo mantenía esperando. Aunque permitía la presencia de una gran duda acerca de todo lo que lo rodeaba y lo afectaba, por aquella época abrigaba la sensación intuitiva de que dios era el enigma oculto detrás de una simple explicación. Presentía que no podía estar enredado en los hilos contradictorios de tantos argumentos filosóficos y religiosos. La sencillez de su existencia debía estar ahí, al alcance de la más humilde emoción y del más inocente pensamiento.

 

Otros años más de vida y Jotanoa se hizo dueño de ciertos conceptos en relación con la sociedad que hicieron tambalear algunos esquemas tradicionales. Aunque se lo veía seguro en su aspecto exterior cuando comunicaba sus ideas, en su lastimado mundo íntimo era lo contrario….

 

Y llegó el tiempo en que la vida le anunció la oportunidad de entrar en el ambiente de las tentaciones nocturnas. Se abrió un panorama desconocido porque no imaginó la facilidad con que los hombres realizaban tantas proezas durante la noche. S bien presentía que en ese mundo no se encontraría nada que se acomodara a sus ambiciones, desesperadas ya por conseguir la verdadera orientación, se dejó llevar hasta el límite de una ceguera que escondía el maleficio de abandonar la existencia. Era el fantasma del suicidio, que le permitió pasar por la experiencia de entender en profundidad y en altura el heroísmo por un lado y la cobardía por el otro, de aquellos que hicieron de sus vidas el altar del romanticismo, donde murieron por voluntad del desprecio a todo lo mantenido por la tradición humana….No, no era el camino, no era la solución. Lo sabía porque aún seguía alumbrando la lucecita en su interior, dándole a entender que el abismo del suicidio no era la respuesta. La dualidad de su naturaleza lo estaba beneficiando. Los componentes de la dualidad eran sendas que aún no se juntaban. No en vano la espera tenía su razón cuando los inconvenientes sólo eran demoras y más demoras, como dándole tiempo a comprender el valor de los obstáculos.

 

Lo inesperado se presenta según el significado de esta palabra. Mientras los días de aquella época se deslizaban sin novedad, casi con monotonía, Jotanoa pasó por una experiencia inesperada por un lado pero esperada por la íntima presencia de aquella lucecita.

 

Jotanoa venía de regreso a su casa por una calle solitaria a la hora del atardecer. El sol brillaba esfumado detrás de rojizas nubes transparentes. La quietud del ocaso era blanda y gentil. Como si la naturaleza quisiera borrar toda relación con los hombres, se mostraba plena en sí misma. Una brisa cálida rozaba el contorno de enormes eucaliptos. El rumor era parecido al de un aleteo delicado. Su rostro sentía la plenitud del roce de la brisa, mientras allá en la serranía se doraba el día con tintes que lo acercaban cada vez más a la noche. Fue entonces cuando Jotanoa sintió la necesidad de detenerse ante el influjo de aquello. Miró en todas direcciones, girando la cabeza poco a poco como si presintiera el llamado de algo o de alguien. No sabía dónde detener la mirada. Sus oídos, sus ojos, el tacto íntegro a flor de piel, estaban tensos a la espera de ese algo o de ese alguien desconocido.

 

Lentamente iba moviendo el rostro, esperando encontrar o sorprender lo que buscaba, a la vez que contemplaba los detalles del paisaje. Mientras esto estaba sucediendo, el ánimo dentro de Jotanoa se iba poco a poco transformando en una fuerza que deseaba escapar del cuerpo. Así se hallaba mirando cada tramo de la naturaleza cuando los ojos se detuvieron en la agonía del día, en el enorme abanico de rayos solares que emergía de la redondez oculta del sol. La suave transparencia de las nubes, acumuladas en un sitio y esfumadas en otro, filtraba la luz del sol en tonos tan maravillosos que la fuerza que deseaba escapar de su cuerpo, escapó hacia el ocaso de aquel lejano horizonte. El espectáculo era portentoso. Aquí, cerca de Jotanoa, los árboles en actitud silenciosa y reflexiva, con toda su energía vegetal unida a la de los demás árboles, arbustos y yuyos del universo, se acunaban mecidos por el ritmo de su savia vital. El universo vegetal gozaba su madurez de vida. Allá, la montaña convertida en altar iluminado, donde la belleza realizaba el ritual de la tarde, descubría el corazón de la tierra en amor con el infinito. Jotanoa, en medio de semejante escenario, desprendiéndose de la escoria del mundo y sacudiéndose las cenizas de tantas horas inútiles, creyó que ya no estaba en la tierra.

 

Tan grande fue el impacto de sentirse sumado a la unidad cósmica que deseó vehementemente abandonar el cuerpo, abandonar lo que le estaba dando la oportunidad de unirse a la naturaleza por medio de aquel ocaso. Pero aún le quedaba saber que su frágil arcilla humana no estaba en condiciones de resistir la presión interna de la belleza, porque era la belleza lo que su emoción sufría. El desahogo era natural que estuviera a cargo de lágrimas, y éstas acudieron a sus ojos, deslizándose gota a gota por sus mejillas. El tiempo que pasó sumido y expandido en aquel estado de ánimo no lo pudo ni lo puede precisar. Sólo recuerda que se alejó de allí cuando las montañas eran una sombra azul del valle y el cielo un jirón de nubes sin colores.

 

Mucho tiempo vivió Jotanoa envuelto y desdoblado por la magia de aquel atardecer. Como no tenía a quien confesarle lo sucedido ni a quien preguntarle la razón o la causa de lo que le había ocurrido, sintió que la soledad lo habría de acompañar y que por medio de ella lograría las respuestas necesarias. Lo difícil, en lo sucesivo, sería poder convivir con la soledad, hacerse amigo de ella, para que ella le ayudara a crear los habitantes que vivirían en su interior como personajes dispuestos a darle las respuestas que no habría de escuchar de sus semejantes. El período de adaptación iba a ser muy difícil por el enfrentamiento de dos mundos opuestos que nunca se llevaron bien.

 

Unos meses antes de cumplir los 25 años de edad decidió abandonar el suelo donde naciera. Quería alejarse de su terruño porque en él habían sucedido tantas cosas. Creyó que con alejarse del escenario sería suficiente, sin darse cuenta de que llevaba consigo el escenario interior de la memoria, donde todos los hechos importantes de su vida estaban ingresando a la eternidad de su hemisferio espiritual.

 

Mientras viajaba se acentúo dentro de él la sensación de que se alejaba en vano de su querido valle de tulum. Nacido para no vislumbrar con claridad la vocación que lo encauzara en la vida, sin rumbo cierto hacia al cual apuntar todos los esfuerzos, huía de un caos que no lograba ordenar, sin darse cuenta de que huía de sí mismo, pues era en él donde el caos lo amenazaba.

 

No quería en lo hondo de su vida sentirse perdido si continuaba a la deriva, pero ¿ donde obtener lo que le hacía falta? ¿Qué hacer si los ejemplos a su alcance no le ofrecían garantías? ¿Sumarse a la marea común, dejándose llevar por el flujo y reflujo cuando la conciencia lo alejaba siempre de toda imitación? ¿Por qué se hacía difícil establecer los dictados de algún propósito que le diera sabor y sentido a la vida para vivirla sin grandes ambiciones?…. Se asombraba de ver en la gente la naturalidad con que se mentía, como si mentirse fuera la manera de defenderse o de alejar algún peligro, o quizás el miedo a encontrar que la verdad fuera más peligrosa que la mentira. Por último, ¿qué poder lo autorizaba a juzgar la conducta de la moral de sus semejantes como para no aceptarlos como modelo para su vida?…. y reconstruía la existencia de cada ser humano en relación con la de él para terminar en el rechazo. ¿Por qué, por qué era tal la exigencia de su naturaleza?, preguntándose, además, la razón de tanto enredo, de tanto filosofar, de tanta complicación cuando sólo se trata de explicar la vida y su creación.

 

¡Tantos volúmenes sólo para alejarse de lo sencillo, de lo que palpita en la humildad oculta de la intuición!

 

¡El hombre, el hombre es la medida de las cosas! ¡El

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