Pero fijate vos como obra el destino.
Quien iba a pensar que yo salía de esa monotonía y me metía en otra peor aún, pero que me salvaría. Y sí, no se porque, talvés para fastidiar a la señora esa de anteojos gruesos y caderas anchas que disfrutaba su aburrimiento con la cara apoyada sobre las palmas de las manos y los codos sobre el mostrador. Hace un año, siete meses y cuatro días consecutivos que voy descontando los feriados. Ella me bautizó (lo sé porque una vez que fue al baño miré el cuaderno de entradas y salidas), como el hombre del traje azul.
La bilioteca es pública y como verás ella no podía apelar al tribunal de faltas contra el aburrimiento, pues yo soy de esos que nunca dejan pasar el primer vencimiento del alumbrado barrido y limpieza. Empecé por el estante de abajo, de derecha a izquierda. Fui mirando uno por uno los libros. Página por página. No, no me preguntes el órden. Eso era lo que menos me importaba, yo buscaba otra cosa. Cuando terminé el primer estante y no encontré nada, a punto estaba de darme por vencido y en la última página del último libro, Van Ghog me mostró la silla y decidí empezar con el segundo estante. Cuando iba por el vigésimo ejemplar encontré el primer trébol de cuatro hojas. Ahora que pienso sospecho que a lo mejor ella vió el destello en mis ojos. Saqué el atado del bolsillo y en el dorso de un papel que decía Marlboro escribí:
“cumplo sueños a domicilio”
y lo puse al lado del trébol. Nadie olvida asi porque sí un trébol de cuatro hojas en cualquier libro de cualquier biblioteca pública, vos debés saber de eso imagino. En un ejemplar de Borges encontré, justo en la página del Inmortal una tarjeta ajada con un paisaje de La Habana y fecha del 33. Pensé que nadie sobrevive al paso del tiempo, pero vos sabes mejor que yo, que soñar no cuesta nada. Así es que, en otro pedazo del atado de Marlboro escribí:
“yo creo en la inmortalidad ¿y tú?”
y lo puse al lado de la postal.
Por supuesto nena, hubo mucho más. Un boleto a Las Flores, un pétalo de rosa con olor a duelo, cenizas de un Parissiene dibujando golondrinas en una hoja de La Divina Comedia, una carta de amor nunca enviada en un libro de Rimbaud, una boleta de la tienda Galli SA, un corazón y un te quiero, una pluma de torcazita, una lágrima reciente (lo se porque todavía estaba húmeda). A veces esperaba estar solo para abrir ciertos libros pues contenían sonidos, risas y llantos, olas de un mar que ya no existe, ruidos de un tren que se va. Pero debo confesarte chiquita, que mi debilidad eran aquellos que contenían aromas. A jazmín por ejemplo, a vapor de eucalitus dentro de una lata sobre el bram metal, a dama de noche, en fin, olor a tiempo pequeña. ¿Acaso sábes a qué huele el tiempo?
Cuando terminé el segundo estante volví al primero y empecé a cumplir sueños. Los sueños estaban ahí, en mis manos que temblando los sacaban de entre las páginas amarillas. Una vez recuerdo chiquita, me vestí de payaso en la plaza mayor del pueblo, otra vez di una serenata a la luz de la luna, en otra ocasión me vestí de Papa Noel y repartí caramelos en el patronato de la infancia. ¿Recuerdas ese momento pequeña?
Mi horario era estricto, todos los días de cinco a siete. Pero el otro día harto de no vender nada, baje la persiana temprano y llegué unos minutos antes, y en la penumbra de la biblioteca vi las mismas manos que sostenían la cara aburrida acomodando los libros en los estantes que yo había revisado el día anterior. Pero ahora, detrás de los gruesos anteojos encontré una piadosa mirada soñadora. Ella hizo como que no me vio, entonces di media vuelta y volví después de las cinco.
Por supuesto nena, yo y ella seguimos soñando.