Miguel de Cervantes Saavedra.
A ojos de quien otease el horizonte a la espera de un renovado sol, el hombre que se mantenía en el borde del acantilado bien parecía una figura pétrea, una suerte de ídolo anclado en ese lugar para velar por los marineros que se aventurasen en las traicioneras aguas de este mar.
Se mantenía imperturbable, ajeno al frío y al fuerte viento que se esforzaba por arrojarlo hacia el vacío. Si alguien esa noche no hubiese logrado conciliar el sueño, bien a causa de los incesantes aullidos del viento o por una serie de pesadillas plagadas de horrores sin forma, y se encontrase mirando la escena, te diría que no sabría precisar el momento en que otra figura, alta y esbelta como la primera, pareció brotar de las sombras y posarse junto a aquel enigmático hombre que parecía buscar consuelo mirando en dirección a donde moría el mar.
Te diría, de haber visto y oído a aquellos dos hombres hablar con tranquilidad al filo de la sima, que el recién llegado pugnaba por convencer al que parecía su hermano de que volviese de vuelta con el, de que abandonase aquel lugar.
“La espero a ella… márchate o tú también la veras.”
El viento callo por instante de un segundo para que quien prestase atención a aquella conversación pudiese alcanzar a oír estas palabras, que la negra figura contesto a aquel que había surgido de la oscuridad.
Y de haber presenciado alguien la escena, te juraría que basto un leve parpadeo para que aquella persona volviese a desaparecer aterrada, como si se la hubiese engullido el aire, volviendo a estar solo aquel hombre, en la misma posición en la que llevaba aguardando toda la noche.
El sol comenzó a derramar sus rayos por el océano en un hermoso despliegue de rosas y rojos, y en ese instante mágico en el cual son pocos los ojos que se molestan en contemplar, la noche se hizo día.
“Había olvidado lo bella que eras…”
Te diría quien contemplo el prodigio, que aquellas fueron las ultimas palabras de aquel enigmático hombre, y este te agarraría el brazo, para afianzar su relato y con voz temblorosa te aseguraría que aquel hombre enlutado se convirtió en una nube de cenizas cuando el sol brillo con todo su esplendor sobre el.